Me fumé mi primer puro, un Montecristo del cuatro, en 1964 cuando era botones de la editorial Alfaguara de los hermanos Cela. Ganaba 1.500 pesetas al mes y para redondear el sueldo me puse a vender habanos que me proporcionaba el negro Quiñones por los cabarés del centro. El negro Quiñones era mi vecino del cuarto en la pensión donde vivía. Había sido seminarista y boxeador del peso welter y había huido de Cuba con un colchón relleno de puros. Por aquel entonces yo quería ser escritor y mientras tanto aprendía a boxear en un gimnasio de la calle los Vascos. Aún no había escrito nada, excepto emborronar cuentos impublicables y trozos de novela, pero aprendí bastantes cosas de aquel negro. Me enseñó que si tienes que golpear a alguien lo tienes que hacer rápido y sin florituras. Eso me sirvió también para escribir.
Conocí la mayor parte de los cabarés de aquel tiempo: Pasapoga, Casablanca, Yulia, Scarlat, Cactus... adonde yo iba con mi cajita de maderas ofreciendo Montecristos a los caballeros. A partir de entonces descubrí lo maravillosas que podían ser las cabareteras, los cabarés y los Montecristos del cuatro. Ya no hay cabarés, ni cabareteras, y ahora, ni siquiera, bares donde uno pueda estar tranquilo echándose un pitillo o un Montecristo del cuatro o, en su defecto, una Faria de la Coruña del número uno. Las cosas van cada vez peor y parece que sin solución. Se han propuesto jodernos la vida y lo están consiguiendo a marchas forzadas. Pero ¿quién nos quita ahora la mala leche? ¿Lo sabe alguien? Supongo que si llego a viejo voy a ser un viejo con bastante mala leche.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 9 de enero de 2011