La filtración por parte de Wikileaks de documentos del Departamento de Estado norteamericano ha sido una de las noticias del año pasado; que en general se ha vivido como una buena noticia. Y creo que esa recepción en positivo se explica, en gran medida, por la sensación que tienen los ciudadanos de muchos países y hablo ahora sólo de los que caben en la definición de democráticos de estar subinformados. De que sus dirigentes no les dicen todo lo que deberían; o peor, que lo que les dicen no se corresponde con la realidad; o incluso que les dicen cosas que no son verdaderas ni lo contrario, porque no tienen existencia más allá del discurso que las enuncia.
A la revelación de esos documentos oficiales secretos se le ha dado ya categoría de frontera entre un antes y un después de una manera de entender el intercambio diplomático, la confidencialidad política y desde luego la información. Se ha hablado mucho y supongo que se va a seguir hablando. Lo supongo y lo espero, porque lo sucedido plantea cuestiones fundamentales, interrogantes complejas que necesitan abordajes y respuestas consecuentes. Son múltiples pero probablemente las centrales tienen que ver con las relaciones entre democracia y secreto, por un lado; y por otro, con las vías de la transparencia.
Parece esencial en este tiempo de grandes medios tecnológicos que permiten acceder a prácticamente cualquier archivo de datos reabrir o recuperar el debate sobre qué informaciones deben reservarse a la confidencialidad y al secreto. O si se prefiere, el debate acerca de en qué materias y circunstancias la confidencialidad y el secreto oficial son, y así pueden considerarse, protecciones de y no agresiones a la democracia; y acerca también de cómo y por quién deben ser, por ello, tutelados. Entiendo que cierto grado de confidencialidad es no sólo compatible con la práctica democrática sino incluso exigible por ella; que hay asuntos donde la "intimidad" (en lo público como en lo privado) es una garantía de libertad y no al contrario.
Pero una cosa es el secreto garantizador de principios y otra muy distinta el secretismo encubridor de intereses; una cosa es la confidencialidad y otra, la insinceridad. La confusión, demasiado frecuente o "normalizada" en los intercambios políticos actuales entre lo uno y lo otro (y el muestrario que ofrece Wikileaks resulta revelador), está elevando peligrosamente como grasa que puede taponar las arterias de la democracia el grado de desconfianza y de desapego de la ciudadanía por la política "tradicional". Darle la vuelta a esta situación requiere que las instancias de(l) poder recuperen credibilidad, es decir, asuman como su deber primordial la sinceridad y la transparencia. Creo que los ciudadanos debemos aspirar a más que a filtraciones para que la información nos llegue; que merecemos, en democracia, no que se nos diga todo, sino que todo lo que se nos diga sea rigurosa y transparentemente verdad.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 10 de enero de 2011