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Crítica:TEATRO

Un clásico desconcierto

Todo se contagia, menos la belleza. La estupidez de Don Cosme inocula en los demás una confusión perpetua en Un bobo hace ciento, comedia de enredo con la que Antonio de Solís quiso divertir a la familia de Felipe IV un martes de carnaval de 1656. En los dos primeros actos, Solís, amigo de Calderón, riza el rizo del género tejiendo un entramado de mujeres tapadas y escondidas, cuya identidad tiene en jaque a sus enamorados. Es difícil seguir la trama en este montaje de Juan Carlos Pérez de la Fuente, que ha entendido la comedia como "una fiesta de locos, una revoltura ibérica, un picadillo canalla", de cuyos protagonistas dice "son mocitos atrabiliarios y al borde del desquicie".

UN BOBO HACE CIENTO

Autor: Antonio de Solís. Versión: Bernardo Sánchez. Intérpretes: Eva Trancón, Franciso Rojas, Arturo Querejeta, Beatriz Argüello, Daniel Albadalejo, Fernando Sendino... Coreografía: Nuria Castejón. Luz: José Manuel Guerra. Música: Alicia Lázaro. Vestuario: Javier Artiñano. Escenografía: Richard Henry Louis Cernier. Dirección: Juan Carlos Pérez de la Fuente. Teatro Pavón. Hasta el 3 de abril

Es difícil seguir la trama del montaje de Juan Carlos Pérez de la Fuente

El director hace de la comedia una farsa, o una parodia, como si se le hubiera quedado adherido el estilo de su excelente montaje de la parodia jardielesca Angelina o el honor de un brigadier: en Un bobo hace ciento, para seguir el alambicado enredo de identidades confusas, amores contrariados y acciones equívocas, donde se requeriría claridad en el dibujo añade decenas de juegos e invenciones de puesta en escena, vengan al caso o no. Le ha faltado contención y sobrado ingenio.

La preciosa escenografía de Richard Henry Louis Cernier (un conjunto de edificios madrileños a escala, montados sobre carras), excelente para otro caso, en este añade confusión: no hay manera de saber donde se está desarrollando la acción, porque las acotaciones verbales insertas en el verso pasan desapercibidas en medio de un cúmulo de signos sonoros, gestuales y cinéticos desperdigados por doquiera. El director lo ha llenado todo de ocurrencias: el espacio visual, el simbólico y el sonoro. No hay respiro, ni para el público ni para los intérpretes, obligados a prodigarse en un amplio espectro de aspavientos, tembleques y jeribeques y a elevar la voz hasta el grito.

No recuerdo quién, el propio Chéjov quizá, afeó a Stanislavski que en una de sus obras hubiera hecho reproducir a sus intérpretes los sonidos nocturnos del campo (aves, grillos y sapos): le parecían una ilustración superflua. En este Un bobo hace ciento las ilustraciones no cesan: vemos a los actores manejando reclamos con los que simulan el canto de los pájaros, oímos también riñas de gatos y vemos cómo parten los coches de caballos: todo aquello que Solís decidió ignorar. Para mayor confusión, personajes que debieran de permanecer escondidos pasan a primer plano y algunos diálogos están resueltos a la manera alemana, mirando sus intérpretes al público. No hay un código escénico, sino un bazar de recursos que distraen sin tregua la recta línea de la acción central.

Todo está servido en el mismo plano y en tono parecido, burlas y veras. Actores tan buenos como Francisco Rojas y Arturo Querejeta salen del trance con su fama intacta. Otros, buenos también, hacen cada uno lo que buenamente puede. Loable, el esfuerzo clarificador de Bernardo Sánchez, autor de la versión. Es un espectáculo éste ajeno a la coherente línea de la Compañía Nacional de Teatro Clásico.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 27 de febrero de 2011