Ayer fue el santo de media España, porque se llaman Pepe, Pepa o Josefina, o porque son padres. En principio, es un día de fiesta y felicitaciones. En realidad, la cosa no da para alegrías. La situación del mundo, de España y de Madrid, acosada por las deudas, no está para tirar cohetes, excepto en Valencia, que allí las tracas y los fuegos siempre están a la que salta, vaya como vayan las cosas. Personalmente, prefiero los tambores de Calanda, precursores de lo apocalíptico y de la juerga.
El optimismo es una falacia cíclica. Según Voltaire, "optimista es quien afirma que las cosas van bien cuando verdaderamente van mal". Lo mismo ocurre con algunos políticos. Al contrario de lo que se piensa, la gran parte de los llamados mayores, la tercera edad, aportan muchas más esperanzas a la humanidad que la juventud.
Esos ojillos cansados de vivir, siempre guardan en la pupila ciertos rasgos de incredulidad socarrona ante el futuro. Saben mucho y no se creen muchas cosas que a los demás nos atosigan.
Paseas por Madrid y te encuentras con mucha tercera edad, algunos de los cuales llevan mirada serena y algo pícara. Los viejos sabios conocen mucho la vida y nos regalan algo tan impagable como la serenidad de espíritu, el sosiego y el sentido del humor. Y eso que les sobran razones para ser pesimistas.
Miran con mucho distanciamiento lo que se dice y de qué va la vaina de la existencia, porque saben que en cualquier momento se despiden del mundo. Y si te he visto no me acuerdo.
Sin bebés, niños y viejos, esto sería un purgatorio. Y también sin perros, gatos y gorriones.
Las circunstancias nos hacen mayores prematuros. Dentro nada, los bebés nacerán con barba. Y nosotros, a verlas venir. Todos somos tercera edad, o cuarta.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 20 de marzo de 2011