Entiendo que diversos grupos empresariales privados, especialmente educativos y sanitarios, se abstengan de desmantelar capillas, iglesias o instalaciones religiosas católicas dentro de sus edificios: en tiempos de crisis, esa acción, aparentemente laxa, les podría salir realmente cara, al dejar su patrimonio de estar exento de según que impuesto.
Pero en el patrimonio público esa excusa desaparece. Sacar a las entidades religiosas de sus parcelas de poder en, por ejemplo, universidades e institutos, le saldría a la Administración lógicamente gratis. Que se clausuren las capillas dentro de los centros de enseñanza superior es una necesidad académica: los valores que emanan desde la Iglesia contradicen, sobremanera, con los que se imparten en las clases. Este choque de valores se refleja en conatos, un tanto escandalosos, que lideran estudiantes contra la presencia religiosa en la universidad.
La promotora de estos hechos lamentables es, sin duda, la Administración, que garantiza una enseñanza laica en un piso y un trato de favor a la Iglesia en el de debajo: que tolera la interferencia cristiana dentro de los muros de la academia, desde donde trata de impulsar un conocimiento basado en la igualdad sexual, los valores democráticos y el conocimiento secular o humanístico.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 27 de marzo de 2011