La crisis de Libia suscita problemas para los que los encargados de la política internacional en los Gobiernos democráticos no parecen tener respuestas.
¿Se debe intervenir contra los tiranos cuando se adquiere la certeza de que lo son -como si no lo supiéramos- o se debe esperar a que lo pidan los que padecen el régimen tiránico, con el consiguiente saldo de muertos? ¿Por qué en Libia sí y en Siria, en Bahréin, en Arabia Saudí o en Argelia y Marruecos, no? ¿O es que mientras no nos enteremos oficialmente de que los sátrapas matan y encarcelan debemos mirar hacia otro lado? En otras palabras, ¿acabamos de consolidar una vocación de gendarmes?
Preguntémonos si con Libia se ha inaugurado un nuevo estilo, tal vez automático, de acción internacional repentinamente humanitaria. No estaría mal. Cuando menos podríamos empezar por borrar nuestras sonrisas al dar la mano a dictadores como Obiang.
Una última consideración: la primera guerra del Golfo en 1991 sirvió para desalojar a Sadam Husein de Kuwait. El general Schwarzkopf, que mandaba en las tropas aliadas, no tenía la misión de matar al dictador iraquí y lo dejó con vida... justo a tiempo para que exterminara a los que se habían opuesto a él en el país y para seguir tiranizándolo durante otros 10 o 12 años más.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 28 de marzo de 2011