Hace varios días, leía en este periódico acerca del ataque a las oficinas de la ONU en Afganistán en protesta por la quema de un Corán el pasado 20 de marzo. En un principio no pude evitar sentir cierta indignación, cierta rabia hacia los que participaron en la profanación del libro sagrado del islam; me pregunté por qué habían tenido que hacerlo, por qué no pensaron en las posibles consecuencias. Sin embargo, el pastor Terry Jones o su colega Wayne Sapp pueden ser calificados de lunáticos, pueden ser unos don nadie con delirios de grandeza, pero no son los culpables de los muertos en la sede de las Naciones Unidas. No, nadie merece morir, y por supuesto, tampoco por un libro; y menos, simples empleados que nada tuvieron que ver con la maldita hoguera.
En cualquier caso, me consuela pensar que, tanto los miembros de la iglesia de Florida como los participantes en la sangrienta protesta, no son más que excepciones. Que la mayoría de musulmanes, cristianos, ateos, etcétera -en fin, la mayoría de los seres humanos- son personas sencillas, pacíficas, que no dejan que el odio se apodere de ellas por mucho que otros lo intenten.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 7 de abril de 2011