Las derrotas no gustan ni siquiera a quienes han hecho leyenda con ellas, pero menos gustan a quienes han construido sus leyendas sobre las victorias. Este es el caso de Estados Unidos, cuyo papel en las dos grandes guerras europeas constituye el entramado sobre el que se asienta el relato de una superpotencia benefactora y altruista, imprescindible y todopoderosa, cuya tarea esencial es salvar a la humanidad.
Con esta figura idealizada es muy difícil aceptar ya no una guerra perdida sino incluso una retirada militar o un desenlace incierto. Es toda una ironía que Barack Obama, quizás el presidente más ajeno al espíritu bélico de la historia de Estados Unidos, sin ser auténticamente pacifista, aparezca ahora como uno de los más brillantes vencedores en una guerra desde los tiempos de Franklin Roosevelt y Woodrow Wilson, después de tantas derrotas y mediocres victorias sin resolución clara.
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La muerte de Bin Laden no será el final del terrorismo yihadista, es evidente. Pero es lo que más se parece al final de una guerra, cuando el general enemigo es apresado como una fiera o es abatido y sus cenizas son aventadas para no dejar rastro, como ha sido el caso de Osama bin Laden. Sus efectos sobre el terrorismo internacional y su capacidad de influencia son indiscutibles. Con Bin Laden, Obama ha liquidado también una bandera, símbolo antiamericano y señal de enganche de esta contienda ya liquidada, justo cuando lo que se lleva en el mundo árabe y musulmán es la moda de la libertad y de la democracia.
EE UU no ha enterrado todavía el trauma de la derrota de Vietnam, ni su sordo e irresuelto antecedente de Corea, y menos todavía la mediocridad amarga de otras tareas jamás terminadas, como en Irak y Afganistán. Para encontrar un presidente vivido y sentido como vencedor antes que Obama hay que remontarse a Ronald Reagan, que ganó la Guerra Fría sin disparar un tiro y fue uno de los presidentes menos belicistas de la historia (la invasión de Granada y el bombardeo a Gadafi son todo su balance guerrero).
Obama es el vencedor de una contienda que dura desde hace 15 años pero solo fue declarada y tipificada hace diez, cuando George W. Bush reaccionó a los atentados del 11-S poniendo en marcha una guerra global contra el terror que sería de larga duración, tendría carácter preventivo, recortaría las libertades públicas y se situaría en contradicción con los valores defendidos hasta entonces por los países occidentales; pero también con la legislación internacional sobre prisioneros de guerra, tortura, detención e incluso derecho a declarar hostilidades surgida de los dos desastres bélicos del siglo XX. El vencedor de Bin Laden no se adhirió a los conceptos de aquella guerra de Bush que conducía al choque de civilizaciones y erosionaba la imagen de EE UU. Pero siguió creyendo como Bush que su país estaba en guerra con el terrorismo, solo que una guerra que requería reglas, plazos y objetivos. Por eso dio la orden de retirarse de Irak, quiere hacerlo de Afganistán y centró sus esfuerzos en Pakistán. Había que ganarla. Nunca excluyó liquidar al general enemigo. Así ha sido y así ha ganado. No era exactamente la guerra de Obama, pero suya es la victoria.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 3 de mayo de 2011