Este próximo mes de junio, cuando se publique el sexto álbum de Black Lips (Arabia mountain), sus seguidores podrán hacerse una idea de los contenidos con solo echarle un vistazo a la contraportada: 16 canciones comprimidas en 40 minutos escasos. Así se las sigue gastando el cuarteto de Atlanta, aunque vayan ya por el sexto álbum: rock de garaje puro y fulgurante, urgente y sin contemplaciones. Anoche confirmaron los pronósticos ante los 300 fieles que se congregaron en la Sala Heineken: veinte temas, una hora.
No hubo guitarreo genital aunque se nos desilusionen los amantes de las crónicas de sucesos, pero sí intenso morreo entre los dos guitarristas, Ian Saint Pé y Cole Alexander, sin esperar más allá del tercer tema. El primero acabó, por cierto, ensangrentado con un botellín.
Los Black Lips cantan indistintamente, a veces juntos, por separado o en parejas. Las sutilezas, en su caso, son las justas; mejor aún, ninguna. Los temas se suceden en dos por cuatro, a toda pastilla y con la sala entera desgañitándose. "Echo de menos Veni vidi vici y Navajo", confiesa desde primera fila Diego Romero, de 18 años, gran admirador de la banda, cotilleando en la hoja del repertorio, "pero en realidad da un poco lo mismo: se parecen todas". A eso se le llama sinceridad.
Los fieles danzaron por escena desde el primer tema, Sea of blasphemy, pero el ritual de subir a las tablas y lanzarse desde ahí al público (crowd surfing) se intensificó con los dos mayores éxitos del grupo, O Katrina! y, claro, Bad kids. Hasta veinte chavales botaron y berrearon con estos himnos generacionales, tan gamberretes como inofensivos. Porque los Lips son cerveceros y divertidos, pero seguirán creciendo y dejarán de hacerse gracia.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 9 de mayo de 2011