La migración es un hecho social muy complejo, del que participan seres humanos, que en ambas orillas tienen idénticas capacidades, motivaciones e intereses. Los jóvenes africanos asomados al anfiteatro mediterráneo perciben el bienestar aparente que disfrutamos en Europa; e imaginando fácil el acceso a la sociedad de consumo, quieren llegar hasta aquí a toda costa.
La necesidad de adoptar medidas de urgencia para hacer frente a lo que está sucediendo en las fronteras de Europa no debería ser incompatible ni puede sustituir al compromiso real de abordar las causas que originan los movimientos migratorios actuales, que difícilmente pueden ser calificados de voluntarios.
Para ser controlados, requerirían medidas que equilibren la distribución de la riqueza y garanticen la participación equitativa de todos los países en los beneficios de la globalización. Pero luchamos únicamente contra el síntoma que supone la violación de fronteras y posponemos para otro momento la lucha contra la enfermedad que representa la pobreza.
Reducir las diferencias de desarrollo, democratizar las sociedades de origen, crear trabajo decente allí donde viven las personas no son productos de mentes ingenuas. Son objetivos necesarios hacia los que hay que tender para que la emigración voluntaria, como opción personal, se convierta en un nuevo derecho humano al comenzar el tercer lustro el siglo XXI.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 17 de mayo de 2011