El Estado liberal nacido formalmente en 1789, después de dos siglos de historia, parecía plenamente consolidado; en Berlín (1989) se derribó el último muro que lo constreñía, y erigió la representatividad parlamentaria como la mejor alternativa para organizar las comunidades humanas, se consolidó el pacto social burgués: los hombres iguales son capaces de ceder parte de su soberanía personal para crear un soberano social que, por extraña analogía, es uno (Nación) y trino a la vez (Legislativo, Ejecutivo y Judicial). Pero en realidad este pacto nunca se da entre iguales, no hay un reconocimiento del otro como semejante en su diversidad y, precisamente por ello, sujeto como nosotros de derechos; sino que se reconoce al otro por sus intereses, afines u opuestos a los nuestros, en el proceso económico radicalmente desigual de apropiación de la riqueza.
El Estado así entendido tiene que proteger las herramientas para la competitividad: la "libertad" de mercado y la "igualdad formal" ante la ley; y garantizar la "fraternidad", la redistribución de riqueza mínima y suficiente, que legitime la acumulación privada de los excedentes ya sea esta individual (suntuaria) o corporativa (especulativa). Y en esas estábamos hasta ahora, pero la reducción de impuestos, la privatización de los servicios públicos y los megarrescates financieros no dejan ninguna opción. La crisis global ha evidenciado que la "fraternidad" burguesa ya no es posible, no puede ser mantenida por más tiempo, y esto supone la quiebra efectiva del Estado liberal.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 12 de junio de 2011