Con demasiada frecuencia, los éxitos chinos, generalmente expresados en porcentajes de crecimiento de su PIB (reflejo sobre todo de su capacidad para inundar los mercados mundiales con mercancías más baratas), esconden lacras que no serían posibles en ningún país con un mínimo de transparencia política y social. El vértigo del lucro inmediato, la virtual inexistencia de controles dignos de tal nombre en muchos procesos productivos, una extendida corrupción administrativa y la opacidad del todopoderoso partido único gobernante son algunas de las líneas maestras de la ya segunda economía del mundo.
Esta combinación letal es bien visible en el ámbito medioambiental, especialmente vulnerable al desarrollo incontrolado. Las intoxicaciones masivas por plomo y metales pesados en China -de las que ahora se sabe más gracias a fragmentarias informaciones locales y un reciente informe de Human Rights Watch- son una de sus manifestaciones. Y causa de un creciente número de "incidentes de masas", eufemismo con el cual el PCCh designa a las protestas y disturbios, algunos violentos, con que los ciudadanos intentan defender sus derechos.
China es el mayor productor mundial de plomo refinado; sus fábricas no dan abasto para satisfacer la demanda mundial de baterías. Las estimaciones sobre personas contaminadas, especialmente niños, son eso, suposiciones, en un país donde las autoridades intentan silenciar a quienes denuncian y priman el desarrollismo sobre cualquier otra cosa. El Gobierno dice reconocer la seriedad de la situación, pero su falta de voluntad política es manifiesta. De poco sirve admitir que la lluvia ácida afecta a la mitad de las grandes ciudades chinas o la grave contaminación del agua en muchas de ellas. Para Pekín, un régimen represor, la apariencia de paz social es mucho más importante que la solución de las causas que pueden alterarla.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 17 de junio de 2011