Me adhiero al artículo publicado en EL PAÍS del 27 de junio, firmado por mis amigos, compañeros de partido y de tantos avatares parlamentarios, Bofill, Cruz de Castro, Dürhkop, Miranda de Lage, Torres Boursault y Sanz, en su alegato a favor de una socialdemocracia cuyo retorno para Europa reclamaba desesperadamente Tony Judt en sus postreros días. Esa fórmula político-económica, incardinada en un proceso no menos exitoso como el de la unión política continental, nos proporcionó a los europeos dosis de bienestar desconocidas, porque se conjugaron iniciativa privada, regulación y solidaridad.
Pero el mantenimiento de esos logros en la UE exige amoldarse a unos parámetros comunes, mucho más rigurosos para los 16 países de la eurozona, desde Maastricht (1992) en lo atinente a deuda y déficit públicos, amen de los recientes del Pacto sobre el Euro. Muy incómodo, pero lo tomas o lo dejas. Nadie opta por lo último.
Enfrentarse un Estado solo a los mercados financieros es jugar a Lilliput frente a un Gulliver no solo poderoso e insaciable sino, a diferencia del de la fábula, inabordable. La eurozona sí puede. Bastaría la emergencia de un Tesoro Público Europeo o, de momento, la emisión de unos eurobonos, expresión de una solvencia zonal que redujese embuste en los rating y especulación en los gestores de fondos. Pediría yo a los compañeros y amigos que recordasen dónde está el campo de juego.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 3 de julio de 2011