Hay muchas formas de organizarse las vacaciones. Pero conozco a un tipo de mediana edad y buena posición que se pasa quince días sin salir de su casa del Retiro madrileño. Dice que está cansado de casi todo y se ha convertido en un estoico hasta sus últimas consecuencias. Ejerce el celibato y solamente entra en su casa diariamente una sirvienta cuyos quehaceres se limitan a llevarle la prensa, prepararle el desayuno, la comida y la cena, hacerle la cama tres veces al día y planchar sus pijamas.
Se levanta a las diez, desayuna chocolate con ensaimadas, una copita de orujo blanco y hojea los periódicos por encima. A continuación le entra la depresión y se mete de nuevo en la cama para olvidar lo que ha leído y espantar la tristeza. A eso se le llama la siesta del carnero, también conocida en algunas regiones como siesta del canónigo. Hacia las dos vuelve a la vida, que consiste en endilgarse un vermú con aceitunas antes de que la chica la sirva una abundante comida con vino de Rioja. Después saborea unos sorbitos de Oporto y un copazo de coñac francés, mientras ve con bostezos el telediario. De nuevo le acosa la melancolía y se mete al catre para disfrutar durante tres o cuatro horas de la tradicional siesta y olvidarse de todo.
Se levanta absolutamente amodorrado. Da un paseito por su terraza en pijama. Bebe un chupito de whisky. Cena pescado y fruta, bosteza de nuevo y aguanta impasible el telediario. Inmediatamente le vuelve la depresión, se cambia de pijama y se acuesta de nuevo hacia las diez de la noche. Al día siguiente, el mismo rito. La asistenta, preocupada, le susurra humildemente: "Se va a morir usted". Él contesta con bondadoso desdén: "Señora, yo ya estoy muerto hace tiempo".
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 10 de julio de 2011