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mi verdadera historia

DÍA 12

Una vez conocidas sus rutinas, comencé a seguirla. Por las tardes, a la hora de la salida, iba corriendo de mi colegio al suyo con la excitación y el pánico que conducen al lugar del crimen. Me preguntaba si su pierna izquierda sería de madera, si tendría un ojo de cristal (el de la ceja estropeada). Necesitaba estar cerca de ella, comparar su daño con el mío, como si también yo hubiera sido víctima del "accidente" en vez de su autor. Y mientras la seguía, imaginaba que íbamos el uno al lado del otro, que hablábamos, que nuestros brazos se rozaban, pues a medida que me familiarizaba con su presencia, me iba pareciendo menos fea, menos coja, incluso menos tuerta (en el caso de que tuviera un ojo de cristal). Los sábados y los domingos merodeaba por los alrededores de su casa, y si por casualidad la veía salir, regresaban de golpe todos los síntomas que mi cuerpo estrenó el día del "accidente", solo que ya había aprendido a controlarlos, por lo que no me meaba ni me cagaba encima, aunque sí sentía algún que otro retortijón y me ahogaba un poco, pues los pulmones se quedaban bloqueados y tenía mucho frío o mucho calor sin saber de qué dependía que me atacara este o aquel.

Los pelos de la ceja incompleta otorgaban a su cara la sugestión de lo asimétrico

Un día tropezó y se le cayó una carpeta que llevaba mal cerrada debajo del brazo. Al comprobar sus dificultades para agacharse, me acerqué impulsivamente y recogí la carpeta y los papeles y los metí dentro y se la entregué, todo ello con movimientos en los que no había coordinación alguna. Y ella, al darme las gracias, me miró a los ojos, y durante las milésimas de segundo que duró aquella mirada de rutina toda la fealdad de su rostro se transformó misteriosamente en belleza, como cuando un sabor que no te gustaba comienza de manera gratuita a enloquecerte. Advertí que el párpado del ojo izquierdo (el que yo imaginaba de cristal) tenía una suerte de corte y un fruncido que, lejos de afear su expresión, la hacía interesante. Y los pelos de la ceja incompleta otorgaban a su cara la sugestión de lo asimétrico. En cuanto a la cicatriz que bajaba desde esa ceja hasta la mandíbula, creo que me ayudó a descubrir el prestigio de lo roto. Tal era mi turbación, que al despedirme de ella los miembros de mi cuerpo iban cada uno por su lado, como si carecieran de un cerebro capaz de sincronizar sus movimientos.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 12 de agosto de 2011