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Mi primera vez | Hoy, Santiago Roncagliolo

Aprendiendo a fracasar

La primera vez que tuve sexo estuvo bien. Pero la que sí dejó en mi espíritu una huella imborrable fue la primera vez que lo intenté. Y todo salió mal.

Por entonces yo tenía quince años, un sistema hormonal a punto de explotar y una novia con casa en la playa: la combinación perfecta para soñar. Cuando esa novia me invitó a pasar la Nochevieja en esa casa, pensé que el momento había llegado.

Durante todo diciembre, soñé con ella y yo amándonos a solas entre los doseles de una lujosa mansión a orillas del mar, imaginé nuestros nombres escritos en la arena y tarareé canciones de Paloma San Basilio (Ya sé, lo siento, tenía quince años). Pero cuando al fin llegué a su casa con mi mochila cargada de ilusiones comprendí que: 1) Había unos diez o quince invitados más, y 2) Todos, incluidos sus dos hermanos mayores, dormiríamos en la misma habitación, una especie de galpón diseñado ex profeso para domesticar calenturas adolescentes.

La primera noche, indiferente a las dificultades, y quizá estimulado por el desafío, esperé a que todos se durmiesen y emprendí un temerario acercamiento a mi chica, pero me detuvieron los ronquidos de su hermano, el de pelo largo y tatuaje en el hombro, que se había colocado estratégicamente a su lado. Sin embargo, ella me dijo al oído: "No te preocupes. Lo intentaremos mañana". Y aunque eran las dos de la madrugada, para mí el Sol salió en ese momento.

Al día siguiente era Nochevieja. Desde que oscureció, todos los amigos se reunieron en torno a una fogata en la playa con malvaviscos y bebidas. Se suponía que debíamos limitarnos a la Coca Cola, pero de vez en cuando, alguna cerveza díscola se perdía en nuestra dirección. En algún momento de la noche, cuando ya todos estaban entretenidos cantando, mi chica y yo nos apartamos del pelotón y nos escabullimos en la negrura, en dirección a la orilla.

Manos van, manos vienen, la chispa comenzó a encenderse entre nosotros. Pasados unos minutos, los dos estábamos haciendo ruidos que nunca habíamos escuchado antes, y nos hormigueaban partes del cuerpo que no sabíamos ni que existían. Pero cuando estábamos a punto de cruzar la delgada línea roja, una ráfaga de fuegos artificiales explotó encima de nosotros. Nuestros amigos gritaron y se abalanzaron hacia la orilla entre abrazos y carcajadas. Los hermanos de mi chica la llamaron para felicitarla. El Año Nuevo había llegado. Nuestro tiempo había terminado.

La siguiente sería nuestra última noche en la playa, y ahora sí, estábamos decididos a triunfar a cualquier precio. Esta vez, mi chica se llevó el coche familiar, que apenas sabía conducir, y partimos a una playa lejana. Ahí, excitados por el riesgo y la soledad, presos del deseo, nos recorrimos mutuamente, exploramos cada centímetro de la piel del otro, y esta vez, sí pareció que lo íbamos a lograr.

Hasta que escuchamos el chapoteo a nuestro alrededor, y sentimos el coche hundirse en la arena.

Tuvimos que llamar a sus hermanos para sacar el coche del agua. De paso, a mí me zurraron, y a ella le explicaron para qué sirve el freno de mano.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 25 de agosto de 2011