El incesante runrún que elucubra desde hace meses con que Anna Calvi puede ser -de hecho, se puede decir que ya lo es- una de las más rotundas apuestas de futuro que nos llegan desde el Reino Unido está más que justificado. Se podría echar mano de sus pigmaliones mediáticos (Brian Eno o Nick Cave, quienes llevan tiempo hablando maravillas de ella) o de la excelente tarjeta de presentación que supone contar con la producción de Rob Ellis (modulador de la furia de PJ Harvey en sus momentos más desgarrados), pero es tal la capacidad de seducción que la dama se gasta sobre los escenarios que maldita la falta que le hacen los padrinos. Haciendo también que queden en nada determinados privilegios (como la supresión del aire acondicionado en la sala hasta cinco minutos antes del comienzo de su concierto, por petición expresa) que hubieran podido soliviantar a un personal al que tuvo a sus pies toda la noche.
ANNA CALVI
Anna Calvi: voz y guitarra; Mally Harpaz: percusión y teclados; Daniel Maiden-Wood: batería. Wah Wah. Valencia, sábado 17 de septiembre de 2011.
El formato escénico, reducido a un power trío que valida aquello de menos es más, se basta y se sobra. Porque más allá de manierismos estéticos, modelitos de Gucci o ciertos guiños arty que puedan apelar a un público que rebasa con creces la treintena, lo que al final valen son las canciones y la capacidad interpretativa. Y se puede decir que, en su caso, la excelencia de lo segundo redimensiona con creces la brillantez de lo primero: una materia prima elevada a los altares por una garganta que, marcada por una formación clásica, va filtrando gotas de aparente -sólo aparente- gelidez sobre un temario ardiente, directamente salido de las entrañas. Tan frío por fuera como crepitante por dentro.
Ya no es sólo la forma en que modula su espinado lamento, chorreando sensualidad y domeñando con autoridad la alternancia entre los subidones tremendistas y esos silencios que cortan la respiración, sino el modo en que provoca el estruendo con sólo un rasgueo de su guitarra. Ojalá todos los resabios sonoros que en ella pueden rastrearse (el legado de las voces femeninas de entreguerras, extendido desde la Piaf o Dietrich hasta Ute Lemper o la primera Alison Goldfrapp, pasando por Siouxsie) maceren bien en un futuro inmediato, porque el suyo es otro de esos talentos femeninos rabiosamente heterogéneos y marcadamente individualistas, que de muy de vez en cuando nos regala la vieja Albión. De la estirpe de Kate Bush o PJ Harvey. Especies, sin duda, a proteger.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 19 de septiembre de 2011