Comparto con un amigo íntimo la admiración por Dean Martin, crápula superviviente del mundo del espectáculo que supo ser actor, cantante y presentador de televisión, triunfar en todo ello, y seguir luciendo ese envidiable savoir vivre por el que nadie le confiaría a su hija ni cinco minutos. Mi amigo acumula episodios del Dean Martin Celebrity Roaster, algo así como parrilla de celebridades, que se emitía desde Las Vegas entre los setenta y los ochenta. Un panel de gente del espectáculo dedicaba una sarta de brutalidades y chistes criminales para despellejar al invitado del día, a quien se le concedía un turno de contrarréplica donde vengar el agravio, lucir capacidad de encaje y resarcirse de los golpes.
El programa sobrevivió tantos años gracias al sagrado respeto de los anglosajones por el humor autoparódico y el sabio hábito de encajar las más agrias chanzas. Pero el listón lo marcaba el enorme Dean Martin, casi siempre borracho y muerto de risa, chivo expiatorio de muchas de las atrocidades dialécticas. En ese contexto se le podía bromear a Sinatra con sus amistades mafiosas y a James Stewart definirle como un actor tan sexy que la noche de pasión más irrefrenable a su lado consistía en estar roncando en la cama a las diez de la noche.
El formato prosigue en los Estados Unidos. Comedy Central lo rescata cuando encuentra a alguien deteriorado y ansioso por recuperar la simpatía de la gente en esta acupuntura pública y mordaz. Hoy es sometido al escarnio Charlie Sheen, pero antes lo fueron Donald Trump o Pamela Anderson, pasando por David Hasselhoff. Charlie Sheen fue despedido de Dos hombres y medio, la serie más popular de Estados Unidos, por hacer en la vida real lo que el personaje de la serie hacía en la ficción. La parrilla es un tributo a los rigores de la fama, esa pátina que da brillo y fríe al mismo tiempo.
La televisión americana, antes que nadie, entendió que ese camino es inagotable mientras te alcancen las fuerzas y la capacidad de encaje. Dean Martin fue un anfitrión irrepetible, hoy el programa es algo basto, sin esa enjundia ni la calidad de asistentes como Orson Welles o Don Rickles, pero la terapia se adapta a estos tiempos crueles.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 19 de septiembre de 2011