Al presidente Obama le quemaba en las manos la presencia militar norteamericana en Irak, pero tras nueve años de guerra, 4.400 de sus soldados muertos, y un billón de dólares de coste, parecía probable que unos cuantos millares de los 40.000 militares que aún permanecen en el país se quedaran para asegurar alguna lealtad de Bagdad a los intereses occidentales. No será así. Como anunció Barack Obama, todos volverán a casa de aquí a fin de año.
La razón inmediata es la negativa iraquí a conceder inmunidad ante la justicia a la fuerza que hubiera seguido en Irak, para evitar el riesgo de persecución legal por eventuales crímenes cometidos por sus efectivos. Hay también un contexto que ha podido pesar, como es el nulo fruto obtenido de tan dilatada operación, tanta sangre derramada, y tanto tesoro despilfarrado que, a cambio de un Irak solo formalmente democrático pero más dividido que nunca, ha destruido el régimen de Sadam Husein, un déspota abominable, pero que montaba guardia en nombre del islam suní ante el Irán abrumadoramente chií, y enemigo número uno de Estados Unidos y su gran aliado, Israel. Y esa realidad no la habrían alterado unos miles de soldados apostados en retaguardia.
Irán no es hoy ni lo será probablemente mañana amo de Irak, pero la mayoría, también chií, que preside Bagdad tiene todo el interés del mundo en llevarse bien con Teherán, y Washington estará demasiado lejos para influir suficientemente en los asuntos de esa parte de Oriente Próximo. Israel y Arabia Saudí ven con parecida aprensión que haya caído el muro iraquí.
El repliegue norteamericano subraya una bajamar de la hegemonía de Washington. Obama puede que esté llamado a regentar una geopolítica retocada por los acontecimientos y a dedicar los recursos nacionales a atacar la crisis económica, norteamericana y planetaria.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 23 de octubre de 2011