Criamos a nuestros hijos con esfuerzo, compatibilizando horarios y responsabilidades laborales con la atención a sus estudios, a su salud, a su desarrollo cultural, a sus diversiones. Nos rascamos el bolsillo, porque no somos millonarios, para que ellos vayan a un colegio que les ayude a desarrollar las capacidades físicas e intelectuales que tienen y a adquirir las que no tienen. Adecuamos nuestras vacaciones a sus intereses educacionales, convertimos su crecimiento mental y social en nuestra meta, sufrimos con ellos durante las incertidumbres de la adolescencia.
Y un buen día, observamos que nuestro sueño se ha cumplido. Nuestros hijos han crecido, han estudiado, se han formado como personas, tienen aspiraciones laborales o profesionales, han adquirido hábitos sociales, son miembros válidos de la comunidad. Y entonces, con dolor, vemos que preparan su equipaje y se disponen a marcharse a otros países, donde podrán ejercer la profesión o el oficio que han elegido, para el que se han preparado.
¿Nadie se da cuenta del caudal intelectual que estamos perdiendo con la marcha de nuestros hijos después de tantos años de estudio y preparación? ¿Nadie va a hacer nada por impedir la diáspora de quienes pueden contribuir decisivamente al enriquecimiento cultural, científico, económico de España, a un futuro más productivo en todos los ámbitos de la vida humana.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 9 de noviembre de 2011