"El castigo ha pasado de un arte de las sensaciones insoportables a una economía de los derechos suspendidos". Con esta frase, Michel Foucault (Vigilar y castigar) resumía la evolución de los sistemas penales desde su primitiva composición alrededor de las más terribles penas corporales hasta la consagración de la prisión como base del aparato represivo de los Estados.
Esta evolución que llega hasta nuestros días tuvo lugar, principalmente, gracias a la influencia de las doctrinas ilustradas de autores que, como Beccaria, insistieron en la necesidad de "humanizar" las penas habida cuenta de que el criminal, por el mero hecho de serlo, no abandonaba con ello su condición de ser humano.
Cualquiera que conozca mínimamente la historia de los sistemas penales sabe que la prevención no ha sido su más fundamental línea orientadora, y que el principal objetivo ha sido siempre el castigo en sí mismo. Ello fue, y es así, porque el deseo de castigo es el primer instinto que emerge en nosotros ante la visibilidad del delito. Sin embargo, el castigo por definición no reporta más que sufrimiento al que lo padece y tranquilidad a la sociedad al saber que el criminal se encuentra aislado de ella.
Más allá de los malabarismos jurídicos que algunos pretendan para justificar la viabilidad de la cadena perpetua (revisable), lo realmente preocupante es la negación que ese castigo supone de la necesidad de orientar las penas a la idea de que la mejor de ellas es la que no se impone, y eso solo puede conseguirse a través de la reinserción, pretensión inexistente en la cadena perpetua por muy "revisable" que esta sea.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 18 de noviembre de 2011