El día que le conocimos, Brad Pitt blandía un secador de pelo como si fuera un revólver, y su trasero era la materia de la que estaban fabricados los sueños eróticos de varias generaciones, lubricados por Levi Strauss. Su adónica progresión conoció paradas que ya parecían ridículas en su momento y que han resistido fatal el paso del tiempo. Por ejemplo, la larga melena de Leyendas de pasión o las mechas de Conoces a Joe Black. En paralelo, Pitt se peleaba con su belleza, como si esta fuera un obstáculo para ser reconocido como actor. Pero no fueron sus caracterizaciones que le afeaban (Kalifornia, Snatch...) las que le hicieron ganar respeto, sino la cercanía a relevantes directores (al principio, sobre todo, David Fincher). Él, por si acaso, sigue confiando en el poder de sugestión de un arreglo capilar poco favorecedor, embarcado como está en la búsqueda de trascendencia personal y profesional junto a Angelina Jolie. No sea que le devuelvan al cajón de los demasiado guapos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 20 de noviembre de 2011