Y ya son cuatro los tiranos depuestos por la primavera árabe en menos de un año. Con la firma de su dimisión en Riad, el yemení Saleh se sumó ayer a una lista que incluía al tunecino Ben Ali, el egipcio Mubarak y el libio Gadafi. Qué formidable balance para unos pueblos a los que cierta mirada, compartida por sus regímenes despóticos y las democracias occidentales, contemplaba como incapaces de alzarse por las libertades y los derechos. Y qué nuevo disgusto para aquellos que desde el primer día quisieron dar por finiquitado el acontecimiento de mayor calado geopolítico desde la caída del muro de Berlín.
De la universalidad de la primavera árabe da cuenta el que haya alcanzado, aunque de forma distinta, a países situados en los extremos del mundo árabe: Marruecos, en el Magreb, y Siria y Yemen, en el Machrek. De su aliento, el que, tras el verano, haya seguido aportando novedades espectaculares como la muerte de Gadafi, las primeras elecciones democráticas tunecinas, los primeros choques militares en Siria, la decisión de la Liga Árabe de sancionar a este último país, las nuevas jornadas de sangre, sudor y lágrimas en esa madre de todas las plazas que es Tahrir y, ayer, la firma por Saleh de su renuncia al poder. Yemen se convierte así en el primer país de la península arábiga en el que las protestas populares logran derrocar al déspota. El clan sirio de los Asad sigue acumulando papeletas para el repóquer.
Nada está escrito. Ni en las estrellas ni en ningún libro sagrado. No lo estaba que los árabes estuvieran condenados a escoger entre la autocracia y la teocracia. No lo está que sus revoluciones vayan a fracasar o triunfar. El que culminen con democracias razonables también depende de la actitud del resto del planeta. Más que regocijarnos con sus dificultades, deberíamos preguntarnos cómo podemos ayudar. El desdén y el escepticismo no son los atributos de los demócratas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 24 de noviembre de 2011