Si a mí me calmara la aparición en nuestro país, en el papel presidencial, de un hombre enfundado en terno clásico que parece llevarlo desde bebé, o al menos desde que hizo la primera comunión, me hallaría en este momento descapullando un puro y esbozando una sonrisa de satisfacción. Pero como pertenezco a la generación que acabó con la dictadura del prêt-à-porter para élites, por mucho que me haya ido convirtiendo en una dama aún permanece en mí algo de zorrón impertinente que desconfía de los trajes oscuros, las corbatas marchitas de marca y las vejeces permanentes de nacimiento.
Sin embargo, de todo corazón deseo que don Mariano del Monti tenga éxito en la gestión de lo que casi ya no es nuestro, y espero, con todas las vísceras, que su encanto eternamente otoñal consiga ablandar lo que sea que tiene en el pecho Frau Merkel, esa dama de invierno, y que de esta futura entente entre dos personas de orden -una con más poder que otra, y no es la de aquí- surja una especie de balsa de aceite que nos permita ahogarnos con placidez relativa en los próximos tiempos.
A cambio de semejante bienestar -Virgencita, que me hunda como estoy-, me dispongo a tolerar las trazas reinantes, e incluso a arrodillarme, en desagravio de Ana Mato, cada vez que pase delante de Loewe.
Escribo esto sin saber quiénes formarán el Gobierno, pero me juego el cuello a que sé con qué estilo vestirán, y desde ahora mismo les comunico que podré aguantarlo, igual que he aprendido a tolerar la insoportable lentitud del ser -dicho sea con toda la venia- que se dispone a gobernarnos.
Seremos un país paria, pero en Europa nos respetarán: como si también nosotros cazáramos en la Selva Negra de vez en cuando y con la escopeta bien alta.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 22 de diciembre de 2011