Hace 50 años, miles de españoles -la boina calada, el rostro atezado y la maleta de cartón al hombro- se hacinaban en las estaciones de ferrocarril. Huían de la miseria y buscaban trabajo y un futuro mejor en Alemania, Suiza, Francia... Aunque poco reconocidos, sus remesas de divisas fueron un pilar fundamental del desarrollismo franquista y de nuestro despegue económico.
En el breve intervalo en que fuimos ricos, como todos los advenedizos, arrumbamos esta historia al rincón de los recuerdos indeseables, nos convertimos en prepotentes y hasta xenófobos y algunos, incluso, se permitieron menospreciar a la vieja y caduca Europa.
Hoy, miles de nuestros jóvenes españoles vuelven a emigrar. Muchas cosas han cambiado desde los años sesenta (las circunstancias pueden ser menos dramáticas y los emigrantes ahora son ingenieros, arquitectos, enfermeras... licenciados o titulados en su mayor parte), pero quienes no se resignan al futuro chato y sin horizontes que aquí se les ofrece, retoman el camino que siguieron sus abuelos. Y muchos de ellos no volverán.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 29 de diciembre de 2011