Narrativa. El origen del mundo, de Pierre Michon, ha sido la primera novela que he abierto en 2012: un año en el que más que hablar del origen del mundo se habla de su fin. La he leído y a la vez la he devorado, pero despacio, como devoran despacio sus carnes y sus pescados las gentes del pueblo en el que transcurre la novela: Castelnau, en las inmediaciones de Lascaux. El paleolítico, el neolítico, las pinturas rupestres, las hembras de ámbar, las noches de insomnio pensando en unos muslos más blancos que la nieve...
Pero que no se alarme el lector, no se trata de una novela sobre la prehistoria, si bien el mundo perdido de Lascaux es como la música de fondo, brutal y primigenia, que ampara esta narración de deseo, desazón, lujuria y concupiscencia en la sombra, pues aquí todo transcurre en la sombra. El narrador no recurre nunca a las evidencias, y al mismo tiempo tiene el acierto de no convertir la novela en un acertijo. Todos los signos que se van enhebrando en la fábula hallan su fundamento y su sentido, aunque al principio sorprendan, y toda la narración respira una autenticidad casi visceral sin por eso renunciar al lenguaje elegante, penetrante y sumamente musical, que estimula por igual nuestra parte irracional y la reflexiva.
El origen del mundo
Pierre Michon
Traducción de
María Teresa Gallego Urrutia
Anagrama. Barcelona, 2012
83 páginas. 12,90 euros
Gracias a su mirada honda, carnal y llena de facetas sorprendentes, Pierre Michon sobrepasa siempre los límites territoriales de sus historias, convirtiendo los escenarios de sus novelas en parajes esenciales y transfigurados, como hace Proust con el mundo de Normandía.
Concluida la novela, el lector ya no se olvidará nunca de la atmósfera de Castelnau, del narrador, y de esa mujer de carne blanca y sensual, que le resulta tan inaccesible, y que ilumina la noche de su deseo como una radiación.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 14 de enero de 2012