Un nuevo recital de Maurizio Pollini para el ciclo de Grandes Intérpretes nos devolvió, en esencia y potencia, la fabulosa integridad de sus valores. Tocó el maestro milanés del piano como quien es, siente y sabe. Y lo hizo ante un público expectante y con un programa dedicado a dos máximos iconos del piano romántico: Chopin y Liszt.
El que fuera premio Chopin de Varsovia a los ocho años se ganó inmediatamente la admiración de Rubinstein, por la perfección que hemos vuelto a admirar y a ovacionar hasta obtener media docena de regalos fuera de programa.
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La primera parte, abierta con el preludio en Do sostenido menor, siguió con la gran aventura de Chopin en sus cuatro baladas que, escuchadas en conjunto, semejan una creación grande, unitaria y diversificada y de una imaginación prodigiosa, que roza la poética del polaco Mickiewicz, según testimonio de Schumann, pero que en definitiva constituye un universo entero de alta expresividad.
Encuentra en Pollini un recreador pujante, sensible y mesurado, en el que lo mágico se explica con suprema lógica.
La segunda parte fue para Liszt en sus páginas venecianas -oscuras, encantatorias y desoladas- y la monumental Sonata en Si menor, tan tristanesca como agotadora de los recursos del instrumento rey del siglo XIX.
Pollini construye y poematiza el gran mensaje lisztiano. Las emociones estéticas y afectivas de la tarde nos acompañarán siempre. Y la crítica tiene un solo resumen: bravo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 7 de noviembre de 2001