Llovió en Augusta toda la noche. La mañana amaneció con lluvia también. El campo se hizo largo y pesado, los greens se suavizaron. Algunos dicen que estaban blandos, incluso. Hasta hay un espectador que jura que vio la huella de un taco de plástico del zapato de un jugador en el green del 16. Con prismáticos, claro. Los jugadores de alcance medio, la tropa de los 250 metros, se prepararon para sufrir. Sería un día duro en las calles. La bola no rueda, la bola coge barro, la bola sale estrábica de los hierros, las distancias se multiplican, la bola no vuela, la aerodinámica se rebela. Los largos, en cambio, tenían otra cara. La cuadrilla dominante, los tipos de los 270 metros y subiendo, se daban palmadas, se cruzaban y sonreían. Será un día divertido en los greens, se prometían, tiraremos de buenos hierros, atacaremos la bandera, y con el putter, sin miedo, a darle a la americana, como si tras el agujero hubiera un tablero, que esta hierba se dejará. Se pensaron que aquello era Jauja. Pero no, era Augusta.
El sábado, la tercera jornada de un grande, el día en que corresponde la zancada larga, la toma de posiciones de cara al asalto final, Sergio García y José María Olazábal dieron un paso atrás, o, como mucho, un pasito que los dejó un poco peor que como estaban. Miguel Ángel Jiménez (-1) dio la zancada, pero en sentido inverso. Tiger Woods (-11) la dio, bien dada, hacia delante en su tan anticipado salto del Tigre y los previsibles Vijay Singh (-9), Retief Goosen (-11) y Ernie Els (-7), que llevan la semana moscardeando alrededor de la chaqueta verde, mantuvieron el tipo. Terminado el día, Sergio García (-7) se encontraba a cinco golpes de los líderes, Goosen y Woods, mientras que Olazábal estaba con un golpe más (-6).
Los golfistas de factoría, los rectos y largos, los que dependen del grado de calentura de su putter para sentirse felices o desgraciados, tuvieron unos nueve primeros hoyos jubilosos, hasta que entró en vigor la famosa ley de Augusta, ésa que establece una relación inversamente proporcional entre la precisión de los hierros y la rectitud de los putts con la cercanía del final del torneo. Singh, Goosen, Els, salieron lanzados, y parecía que se iban a comer el mundo. Goosen empezó con tres birdies consecutivos, Singh se marcó dos, Els también. Los segundos nueve, brazo corto, corazón palpitante, se defendieron, sufrieron, aguantaron. Goosen, más fuerte de lo previsto. Singh y Els, a duras penas.
Los golfistas de genio mantuvieron el tirón, claro. Tiger Woods inició su carga y pese a un bogey en el cuarto, siguió y siguió. Terminó con la mejor tarjeta del día (66 golpes, -6). Enchufó, además, como notó enseguida Olazábal, su compañero de partida, el efecto intimidador, y acabó desmoralizando, un día antes de lo preciso, a todos sus rivales. El otro hombre de genio, también un largo pegador, fue el zurdo Phil Mickelson. Ayer alguien desveló el misterio del juego del hombre con mejores manos alrededor del green y peor gestión de la marcha de la partida junto al argentino Cabrera. "No es que Mickelson no tenga cabeza", dijo el descubridor, "es que no la usa". A Mickelson le gusta el riesgo, ha asumido que la línea más corta entre dos puntos es la recta y se niega a dejar de creerlo. Muchas veces falla, pero cuando acierta es el número uno. Ayer incluso fue capaz de ser regular. Terminó el día con cuatro birdies. Una tarjeta limpia, sin bogeys. Una tarjeta al estilo Olazábal. Pero el Olazábal de los últimos tiempos (sólo dos bogeys por cinco birdies y un eagle en las dos primeras rondas), no el Olazábal de ayer (cuatro bogeys, tres birdies y un eagle).
Mientras Sergio García se agarró a la regularidad y al putter, Olazábal, que comenzó tan cuesta abajo que en el hoyo 10 tocó el punto bajísimo del -1 (había empezado en -5), se agarró a su carácter, a su competitividad. Hizo bogey en el primero y alguien gritó tigritis. Fue un balancín de patio de colegio: cuanto más bajaba un extremo, Olazábal, más subía la otra punta, Woods. Entonces, en el hoyo 10, cuando su cuarto bogey, alguien recordó lo de 1991, cuando Olazábal batió el récord (negativo) con una marca, que aún está en vigor, de 7 golpes en el sexto hoyo, par 3. "Pero después de eso encadenó seis birdies seguidos", recordaba uno. Y alguien dijo: "Jo, si no es por el cuádruple bogey, hoy se sale". Pero otro le respondió: "Si no es por el cuádruple bogey Olazábal no se lanza a destrozar el campo". Alcanzado su punto más bajo, el de Hondarribia tomó impulso. Y saltó, dispuesto a destrozar el campo. Birdie en el 11. No le valió. Por primera vez no se paró en el 13. Un eagle recompensó su decisión. Y ya cogido el punto de no retorno, birdies en el 14 y en el 15. Recuperó la sonrisa (un poco solo). Nos devolvió la esperanza.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 14 de abril de 2002