Los nueve meses transcurridos desde que, el 27 de octubre del pasado año, Marruecos, mediante una decisión tomada en el ámbito estricto de la Corona, retirara a su embajador en Madrid, son los peores de las relaciones entre los dos países, al menos en tiempos del paz.
El incidente de ayer, especialmente grave por su contenido simbólico y porque implica a unidades armadas, lo que, sin duda, dificulta su resolución, culmina un copioso cruce de descalificaciones e improperios en el que no han faltado ni las acusaciones mutuas de connivencia con las mafias de la inmigración y la droga, ni la reivindicación marroquí de Ceuta y Melilla.
El Gobierno español ha mantenido en todo momento la línea dura marcada por el presidente del Gobierno, José María Aznar, de que sólo Marruecos es responsable de haber retirado a su embajador y que sólo al país vecino le corresponde el paso de devolverlo a Madrid para que las relaciones queden normalizadas.
Este razonamiento se llevó al límite hace dos semanas, cuando fuentes gubernamentales españolas hicieron saber que el Ejecutivo descartaba cualquier participación de de la familia real en las celebraciones de la boda de Mohamed VI, que comienzan hoy en Rabat. De hecho, la invitación para tales fastos no llegó jamás al palacio de la Zarzuela.
Marruecos ha exigido, entre tanto, algún gesto español de asunción de parte de la responsabilidad en esta crisis, cuyos antecedentes se remontan a unas declaraciones hechas el año pasado por Aznar para advertir a Rabat de que el fracaso del acuerdo pesquero entre Marruecos y la UE no dejaría de tener consecuencias.
La diplomacia española está convencida de que el objetivo de Rabat es que España modifique su posición sobre el Sáhara, para apoyar la solución autonómica en el marco de Marruecos que Francia y Estados Unidos promueven en la ONU.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 12 de julio de 2002