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PERFIL

Juan Antonio Bardem, el gran resistente del cine español, fallece a los 80 años

El realizador, enfermo desde hace un año, falleció en Madrid a los 80 años

El director de cine Juan Antonio Bardem falleció a última hora de la tarde de ayer en la clínica Monte Príncipe, de Madrid, a los 80 años de edad. Bardem, que se encontraba afectado desde hace un año de una grave enfermedad hepática, se dirigió por la tarde al centro hospitalario aquejado de un fuerte dolor de espalda, según confirmó anoche su hijo Miguel. Poco después de su ingreso en la clínica se produjo su muerte. El cuerpo del artista será incinerado hoy a las ocho de la tarde en el municipio de Alcorcón. Bardem, realizador de una veintena de títulos, es parte de la historia del cine español con películas como Muerte de un ciclista o Calle Mayor. Patriarca de una brillante saga de cineastas, el realizador fue un ciudadano comprometido.

Fue injusta con Juan Antonio Bardem la deriva del cine español en las últimas décadas. En edad de plenitud casi desapareció de las nóminas de directores en activo, tras abandonar hacia 1970 su cine de ideas personales y de voluntad de estilo propio. Su enrolamiento probablemente -en terminología de Luis Buñuel- alimenticio, en obras como Varietés y La corrupción de Chris Miller, filmes en los antípodas de sus sueños, supuso un giro suicida para quien destapó y dio forma a su pasión por el cine en Esa pareja feliz, Bienvenido Mr. Marshall y, más tarde, en el guión y la dirección de Cómicos, Muerte de un ciclista, Calle Mayor y Nunca pasa nada, entre los 12 años que separan 1951 y 1963.

El estreno de 'Calle Mayor' fue uno de los primeros sabores de la conquista de la libertad

La censura del franquismo no tuvo piedad y le obligó a camuflar sus ideas

Y es este conjunto de obras de juventud de Bardem su cima como artista. Tras ella, en pleno vigor, le llegó de forma salvaje una lenta decadencia que casi le hizo enmudecer como cineasta y que sólo se rompió en la súbita elevación moral de Siete días de enero, película documental y militante en la que hizo cine pequeño a lo grande, a bote pronto, con lentes ágiles y coléricas, sobre las aceras del Madrid de 1978, una ciudad sobrecogida y alertada por los asesinatos de militantes comunistas correligionarios suyos por bandas de pistoleros fascistas a sueldo de la penúltima resistencia de la dictadura. Muchos años antes, la ascensión de Juan Antonio Bardem a las cúpulas del cine europeo de la izquierda fue meteórica, vertiginosa. En Francia, Alemania, Italia, Inglaterra y la Unión Soviética las revistas especializadas de cine le dedicaban un año tras otro, y después de cada película que hacía, largos y densos trabajos monográficos, muchos de los cuales se convirtieron más tarde en libros, probablemente hoy convertidos en rarezas inencontrables de la pasión cinéfila, que encontró una gran singularidad en la figura cordial, seria y expansiva de este cineasta de consumado dominio de su oficio y escondidas inclinaciones al cine de militancia comunista, pues la censura del franquismo no tuvo con Bardem piedad y le obligó a esparcir, difuminar y camuflar sus ideas en metáforas y en juegos de espejos.

Y es probable que su necesidad de esconder sus propias convicciones en sus películas dañase a estas convicciones y al estilo inicial derivado de ellas. Era Juan Antonio Bardem un hombre de carácter regio y poco flexible, nada elástico, y sin la astucia de Luis Buñuel para introducir el humo de su elocuencia subversiva por las rendijas de ese aludido cine alimenticio, que ambos se vieron forzados a hacer para ganarse la vida haciendo lo que sabían y amaban hacer. Pero cuando Bardem se proclamó una vez obrero en paro del cine español, al sentirse utilizado para dar brillo y brillantez a chapuzas que le eran ajenas, su voz destilaba una dureza y una amargura que probablemente no le ayudaron, pues Bardem carecía del cauteloso pero demoledor ácido escéptico del humor, que es la fuente básica y el alimento primordial de la creación en la adversidad. Es posible que esa prematura decadencia del cineasta haya que buscarla por ese lado.

Pero ahí queda, fijado en el tiempo, el gran instante de este cineasta, que es una figura colosal e insustituible para el entendimiento de la evolución del cine español, tras la tragedia de la derrota de la España libre. Ese largo instante es esa referida sucesión de películas que -desde Cómicos a Calle Mayor pasando por Muerte de un ciclista y con el brote, cinco años más tarde, de la magnífica Nunca pasa nada- galvanizaron interiormente a los mecanismos de forja de vocaciones cinematográficas y a la propia esencia de nuestro cine, abriéndole de pronto las puertas de Europa. Ese mérito impagable de la ruptura de fronteras, que es el comienzo del cine español evolucionado, le pertenece esencialmente a Bardem.

Quienes en el año 1956, en un cine de la Gran Vía de Madrid, asistimos -yo estuve allí, y era un muchacho que en sus primeros días en la universidad buscaba en los cines grietas por donde huir de la aplastante y opresiva grisura de la vida española bajo la dictadura franquista- al estreno de Calle Mayor, podemos vivir aún aquel instante, pues se ha convertido en un rasgo vivo de identidad colectiva y, por tanto, como un estallido de alegría instalado de manera permanente en la memoria histórica. Fue un suceso triunfal, casi delirante, un vendaval de gritos y ovaciones interminables, pues la película actuó sobre aquel público como una punción sobre unos centenares de conciencias sumergidas y ahogadas. Y la luz retenida en ellas salió a borbotones de pronto. Fue el formidable estreno de Calle Mayor uno de los primeros sabores de la conquista de la libertad. Allí Bardem introdujo la sensación de estar dando un paso sin vuelta atrás en los rizos del lenguaje de esta su mejor elaborada película, que quizás ya está formalmente envejecida, pero que por estar hecha con la materia de los sueños, es indestructible.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 31 de octubre de 2002