Siempre lo dice él: "Me cuesta mucho alcanzar el ciento por ciento de mi nivel físico". Cumpliendo con su ley biológica, Zinedine Zidane creció después de la Navidad. Alcanzó la cumbre a punto para que Aimar, uno de los futbolistas que más se le parecen -y que más le admiran- contemplara en directo, ayer, la obra maestra.
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Zidane lo suele conseguir en el mes de enero. Ayer se notó que estaba en su plenitud. Las mejillas se le han hundido resaltando los pómulos y las venas le surcan las sienes hacia el cráneo ondulante y cadavérico. Tiene las facciones chupadas de los atletas finos y en el campo se mueve a una altura propia. Contra el Valencia superó rivales con una facilidad desconcertante. Los quebraba. Sus amagos eran eléctricos, como los del antiguo Figo. Así encaró a Baraja, en el minuto 90, con una bicicleta, y lo despistó. Luego se presentó ante Ayala y con un leve giro lo mandó en la dirección equivocada al borde del área de Palop. Metió un puntazo con la derecha y dejó solo a Portillo perfilado para el zurdazo. "Yo...", dijo Portillo al salir del estadio; "yo la verdad es que no he hecho nada. El mérito ha sido de Zizou".
Portillo flotaba como los pastores de Fátima: "Zizou ha hecho una jugada muy buena y me ha metido el pase sin mirarme. Vamos, que no he tenido tiempo ni de entrar en calor. Calenté un minuto, entré en el minuto 90 y marqué".
Zidane se multiplicó con el paso de los minutos. Su participación aumentó a lo largo del partido, hasta culminar en el último tramo con un un gol que marcó Portillo en un acto más testimonial que otra cosa. La jugada, desde el control orientado -engañó a Albelda- hasta el pase, fue una de las mejores que se recuerdan en esta Liga. "No me acuerdo cómo fue", dijo Zidane, haciéndose el despistado, después del encuentro. "No recuerdo la jugada del gol de Portillo". El media punta, fiel a su modestia rigurosa, no quería asumir ningún protagonismo. "Yo no he hecho nada, ha sido el equipo", continuó; "hemos dado un paso muy importante para ganar la Liga ante un rival muy difícil, en un partido muy difícil".
Por maestría, Zidane fue hábil hasta para mojar el balón lo menos posible en un campo inundado por la lluvia. La calva le brillaba mientras le caían las gotas. La cabellera rizada de Aimar colgaba lacia, triste; chorreaba agua. El francés se movía con suavidad, buscando los escasos pasillos de secano, hasta el punto de meter un soberbio pase en profundidad a Ronaldo que acabó en el primer gol de los madridistas. Un pase teledirigido que sorteó todas las vías húmedas y llegó, milimétrico, a su destino, el hueco frente a la carrera del brasileño. "El pase fue medio gol", dijo Ronaldo, admirado; "Zizou tiene una visión del juego impresionante".
Zidane, jugando en la media punta, supo capear con los adversos elementos. Aimar, muy solo, muy adelantado, jugando de segunda punta, no. Para más inri, se fue a la ducha antes de tiempo (m. 66) por doble amonestación.
Y es que Aimar, el pequeño mago del Valencia, parecía que se había ahogado. Perdido, empeñado en mover el balón por la zona de la charca, se empequeñecía al tiempo que su rival, el francés Zidane, crecía y crecía en la zona de creación madridista. El argentino del Valencia, cada minuto que pasaba, se iba irritando más y más. Movía las manos señalando pasillos imaginarios a sus compañeros y desencajaba el rostro cada vez que notaba la pegajosa sombra de Makelele. Desesperado, se señalaba a sí mismo con aspavientos en cada jugada de ataque de su equipo para, después, una vez perdido el balón, saltar de rabia y de frustración sobre los charcos.
El caso es que, en el minuto 58, Aimar intentó llegar a un balón a la vez que Casillas, no saltó ante la salida del portero, golpeó a éste con la bota y el árbitro le mostró la primera tarjeta amarilla. Sólo ocho minutos después, en una jugada en la banda, entró a Salgado y el árbitro le mandó a la ducha.
Esa jugada, cuando el marcador señalaba empate a uno, cambió el partido justo cuando el Valencia más daño hacía a su rival. Se fue Aimar y sobre el césped siguió brillando la calva de Zidane, que atrapó aquel balón suelto en el área, lo mandó dentro y deshizo el empate.
Resguardados del aguacero, en el palco de autoridades, charlaban amigablemente Fabio Capello, ex técnico del Madrid, y Jorge Valdano, su director deportivo -Capello llegó a pegar un salto de alegría con el gol de Guti-. En la grada del fondo sur, la zona donde se ubican los hinchas más fanáticos del club blanco, una leyenda irónica saludó al Valencia en memoria de la final de la Liga de Campeones de París, de 2000: "Los reyes de Europa traen carbón a sus bufones".
Ayer Zidane, con su juego majestuoso, fue lo más parecido a un rey dentro del terreno de juego. Aimar, errante, sin encontrar en ningún momento su sitio, no pudo entrar en ningún momento en el partido. Y, cuando intentó entrar, cuando por fin se dejó ver, en aquellas dos jugadas de la segunda parte, su arrojo desmedido, su rabia y su desesperación acabaron fulminando al Valencia. Con la inestimable ayuda, eso sí, de Zidane.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 6 de enero de 2003