Quizás herida en su orgullo, impulsada por esa extraña sensación de jugar en casa pero fuera de casa, la selección española se concedió un homenaje. Un atracón de fútbol vistoso, ése tan difícil de encontrar ya por el planeta a estas alturas de siglo. Porque un juego así, tan virtuoso, exige forzosamente y casi por igual la habilidad de los unos y la fragilidad de los otros. Durante media hora, hasta que dio por cerrado el encuentro, España jugó bien y gustándose. Pero sobre todo jugó muy cómoda, sintiéndose seis veces más que el equipo de enfrente. Ecuador puso entrega, pero también una inocencia extrema. Y por eso, pese al enfervorizado apoyo de su gente, que pintó el Calderón de amarillo y lo tomó con sus gritos, salió goleada.
Morientes confirma que su hábitat es la selección, de donde ya no debe moverse Xabi Alonso
MÁS INFORMACIÓN
El dibujo del estadio resultaba raro: la selección anfitriona sintiéndose forastera, y el equipo visitante, notándose tan cerca estando realmente tan lejos. Y en realidad, ese amarillo dominante en los graderíos, esas tribunas tan huérfanas de rojo, estaban cargadas de lógica. La selección, se ponga como se ponga, no tiene tirón entre los españoles. Todo lo contrario que sucede, por ejemplo, en Ecuador, sobre todo cuando a uno le toca ganarse las lentejas tan lejos de casa. Por eso, la colonia ecuatoriana en España decidió reivindicarse uniéndose alrededor de su equipo nacional.
En cuanto la selección amarilla tocaba la pelota, un grito se levantaba del anfiteatro; si se alcanzaba el terreno de juego del contrario, el entusiasmo se disparaba, y si ya se conseguía un simple centro al área, el estadio entraba en un enloquecido estado de histeria. No dio tiempo a saber qué habría pasado con esos corazones, con ese fervor colectivo, de haberse dado alguna ocasión real de gol. Y no dio porque España no quiso.
La selección de Sáez contestó la algarabía ambiental con una autoritaria lección de fútbol. Juego de primera y de lado a lado, apoyos constantes y algún que otro alarde. Sin oposición, eso sí. Porque Ecuador presionaba mal y enseñaba agujeros por todos lados, con errores de organización y también calamitosos fallos individuales. Y de la ecuación, de un cuadro tremendamente desigual, salió un aluvión de ocasiones que dejó la contienda cerrada de par en par a la media hora.
Alcanzado el 3-0, España perdió voracidad, no sintió tanta necesidad de pasar por encima del rival, y decidió relajarse. Hernán Bolillo Gómez movió banquillo, dio entrada a Kaviedes, un punta más, y retrasó unos metros a Aguinaga para que intentara discutirle a España la posesión de la pelota. Algo lo logró, pero el partido ya estaba demasiado sentenciado como para animarse. Ya sólo se podría vivir en las gradas, donde la fiesta nunca dependió del resultado. Cualquier carrera, cualquier saque de banda era celebrado con un entusiasmo exagerado. Los pocos españoles que visitaron el Calderón amagaron con competir en cánticos, pero los ecuatorianos les callaron siempre. Ecuador estaba dispuesto a perder en fútbol, pero nunca en voz.
España, a su vez, nunca aceptó que su superioridad sobre el tapete se discutiese. Y por ahí, con el lenguaje del balón, sí dijo cosas interesantes. La más importante, que Xabi Alonso, debutante ayer, ya no puede moverse. Al volante de la Real Sociedad ya se había destapado durante el curso como un medio centro extraordinario, probablemente el más interesante de la Liga. Y ayer ratificó las sensaciones. Dirigió a España como si lo hubiera hecho toda la vida, mezclando el juego corto y el largo, buscando siempre la salida más sencilla a la jugada sin perder un gramo de jerarquía.
También confirmó De Pedro el valor indiscutible de su zurda, sepultada en el olvido en la era Sáez. Marcó el gol que abrió la goleada, dejó el pase del tercer gol y otras cuantas roscas acarameladas. Toda España, en realidad, salió con nota de una reunión llena de facilidades. Y a la cabeza, Morientes, un delantero apresado por las depresiones cuando viste la camiseta del Madrid, un delantero vital y feliz cuando se calza el uniforme de la selección. De rojo parece otro jugador, más rápido, más hábil y más certero. Sus tres goles, cada uno con su matiz personal, no dejan espacio a la duda. Costó entender su convocatoria, tan falto de partidos en lo que va de curso, pero su actuación le dio toda la razón a Sáez.
Como Ecuador, que le dio un sentido a un partido que aparentemente no lo tenía por ningún lado. En España, este tipo de encuentros con nada en juego, no se soportan. Ni los aguantan los clubes ni los celebran los seguidores. Y menos a la temperatura que se vive la temporada por estas fechas. Pero Ecuador fue distinto. Convocó a su gente y se dejó la vida por corresponderla, por no alejarla de su estado de excitación. Y España encontró precisamente en ese ambiente el motivo para meterse también de lleno en el partido. Para jugar, gustarse y ganar. Y así, de todos los inservibles amistosos que castigan a menudo el calendario, éste, siempre lejos del tostón, siempre en estado de fiesta, resultó una bendición.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 1 de mayo de 2003