Esta extraordinaria mujer, de aspecto quebradizo pero de gran fortaleza escondida, tiene un lugar propio dentro del pequeño puñado de rostros identificadores del cine. Es parte de su sustancia, porque Katharine Hepburn logró el prodigio de trazar en la pantalla, con nitidez inigualada, un rasgo definidor del oficio profundo del comediante. No un rasgo adjetivo, sino (insisto) sustantivo, nada menos que el trazado gestual de la conquista de la libertad. Sólo Charles Chaplin alcanzó esta proeza de su oficio con mayor concisión que ella, pero no con mayor precisión.
MÁS INFORMACIÓN
Hizo Katharine Hepburn una decena de películas magistrales, en las que desplegó la estrategia de su instinto, que era casi infalible, en ráfagas de una inteligente y vivísima energía expresiva. Su velocidad de gesto era enorme, impar.
Sus réplicas podían dejar sin resuello a su oponente, pues era capaz de imprimir en un minuto de celuloide más signos que cualquier otra actriz o actor en dos o tres. Pero Humphrey Bogart, Spencer Tracy y Cary Grant se las arreglaron para frenar con calma y astucia la abrumadora abundancia de sus recursos, que tenían algo de insolencia y algo de avalancha. De ahí que con estos oponentes hiciera los tres filmes en los que ese aludido rasgo mayor de su talento, que sitúa a su obra fuera de la erosión del tiempo, alcanza un más claro equilibrio, una más exacta definición y una mayor evidencia. Uno es La reina de África, un trabajo de actriz curtida, expertísima, incalculablemente sabia; otro es su explosivo jugueteo con la plenitud de La costilla de Adán, y el tercero es su asombrosa pirueta de juventud en La fiera de mi niña. El trazado gestual de una mujer dueña de la gloria de representar los estados de trance y de conquista de libertad roza en estas inolvidables obras la perfección. En otras ocasiones, la actriz se acercó a sí misma en ellas, pero nunca fue más allá de donde puso el pie en estas tres interpretaciones, que engloban a todas las demás que hizo.
La composición que Katharine Hepburn hace de su personaje en La reina de África es una de las más vivas y nítidas mutaciones graduales en el borde del milagro de la transfiguración que se han visto en una pantalla. Una mujer entrada en años y todavía virgen, beata despótica, puritana inflexible y replegada sobre el conformismo de sus represiones íntimas escondidas, desciende un río embarcada en un frenético baño de vida y sortea sus turbulencias dejándose poco a poco, recodo a recodo, arrastrar por el suceso de vivir hasta desatarse y liberarse interiormente a sí misma. Es asombroso el dominio que alcanza aquí Hepburn de los complejos encadenamientos y engranajes de la gradualidad escénica, del gota a gota interpretativo. Su trabajo se instala en esa forma superior de la composición cinematográfica que es la mutación paulatina, no brusca, del alma. Es una forma de elevación paradójicamente lograda sobre una rampa de descenso, moviéndose de más a menos dosis de gestualidad, desde una calculada sobreactuación barroca inicial a la serenidad, austeridad y contención final en que desemboca ese riquísimo personaje que encarna uno de los momentos más nobles y elevados de esa conquista de la libertad que Kate Hepburn convirtió en su inconfundible huella dactilar sobre la pantalla.
En La costilla de Adán, Katharine Hepburn realiza una tarea más escondida, menos espectacular, más indirecta y sutil. Representa a una mujer libre que, en un instante sin vuelta atrás de su vida, entiende y decide que ha de ahondar aún más en la conquista de libertad. El trazado del gesto identificador de Kate Hepburn está ahí, intacto, pero no en la aventura misma, sino en el subsuelo de ésta, en una zona de sombra que exige a la actriz, lejos de la definición esculpida casi a hachazos de La reina de África, esmerarse en una composición inexplícita hecha con pinceladas casi invisibles, lo que exige de ella el uso continuo de recursos de composición no explícitos. Y creemos estar viendo a un personaje ya hecho, ya cerrado sobre sí mismo, cuando en realidad asistimos a un vuelco radical de éste hacia un nuevo nacimiento, hacia la reconquista de una libertad que creía poseer y siente que se le escapa de las manos.
Y, como golpe de gracia, en La fiera de mi niña, Katharine Hepburn lleva a cabo la hazaña no de representar una forma de acceso a la libertad y otra de ahondar en ella, sino algo aún más radical: la representación del suceso de ser libre en estado puro. De otra forma, la libertad no consciente, sino vivida en forma de instinto, lo que equivale a libertad considerada como dinamita anímica, como energía de demolición y como sustancia subversiva. Una muchacha portadora de esa sustancia se enamora de un hombre que carece de ella; y del entramado de sus frenéticos y enrevesados días juntos surge irresistible una de las explosiones de comedia más punzantes y sagaces que se han hecho: un zarpazo de libertad subversiva dentro de la estancia de la más antigua e inmóvil forma del orden. Y Kate Hepburn logra transmitir el calambre de lo que en un rincón de la memoria seguimos llamando subversión, revolución.
Y un broche de oro para esta última intromisión en su hermoso rostro. Nunca Katharine Hepburn hizo monólogos. Su instinto necesitaba réplica, y la ejerció. Se acopló, siendo dueña de velocidades de configuración superiores a las de sus oponentes, a los tiempos de éstos, y compuso sus tres prodigios cara a cara con Bogart, Tracy y Grant en plena y emocionante interacción. Había en sus enormes ojos líquidos inundados de luz una forma de inteligencia que nunca en su trabajo se desgajó de la busca de un otro. La generosidad era en esta singular mujer la otra cara de la libertad.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 30 de junio de 2003