"Soy una actriz, pero también soy un carácter", dijo de sí misma en una ocasión Katharine Hepburn. "Una actriz sin personalidad no puede ser una estrella", aseguró otra vez. Ella era todo eso y murió ayer, a los 96 años, en su casa de Connecticut, rodeada de amigos, sin que nadie consiguiera arrebatarle su récord: ganó cuatro oscars a la mejor actriz y obtuvo 12 candidaturas. Su fuerza vital pudo con todo: con los estereotipos de Hollywood, los éxitos y fracasos en su carrera y una compleja relación de tres décadas con su mejor pareja en la pantalla, Spencer Tracy. Trabajó en cine y en teatro, y tras algunos papeles en Broadway, su interpretación en Doble sacrificio, de George Cukor, le abrió las puertas de Hollywood, donde se convirtió en una estrella indomable.
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Hepburn no temía la muerte. "Me estoy desintegrando gradualmente. No me asusta ni el otro mundo ni nada. No me da miedo el infierno y no espero nada del cielo", confesó la actriz en una entrevista a la agencia Associated Press en octubre de 1990. Aquejada de varios males, el más visible un temblor parecido al Parkinson, vivió sola en su granja de Connecticut hasta los últimos momentos, como siempre, cerca de sus raíces. Había nacido en Hartford el 12 de mayo de 1907, muy cerca de donde murió.
Su belleza atípica, sus pómulos, sus modales masculinos, su acento aristocrático, su manía de andar por los estudios sin maquillar, con pantalones y sandalias planas la hicieron tan popular como antipática en el glamour prefabricado del Hollywood de los años cuarenta. Hepburn irradiaba un encanto especial. No se dejaba manipular y tenía genio, talento y humor para permitírselo.
A lo largo de su vida y en diversas entrevistas, Hepburn ha dejado frases memorables. "Mi padre, un cirujano y un urólogo, estudió el sexo profesionalmente durante toda su vida. Poco antes de morir a los 82 años, me dijo que no había alcanzado ninguna conclusión al respecto". Y nunca renegó de sus decisiones. "Sólo cuando una mujer decide no tener hijos puede vivir como un hombre. Es lo que he hecho".
Como confesaría años después, se metió en el teatro no para ser actriz, sino para ser famosa. Hizo sus primeros pinitos en el escenario en el muy exclusivo colegio Bryn Mawr, en Filadelfía. Le fascinaban las películas mudas. Su padre, un médico de Nueva Inglaterra, y su madre, una sufragista, siempre alentaron su independencia. Desde pequeña le habían enseñado a defender sus ideas y decir lo que pensaba.
Tras algunos papelitos en Broadway, la primera oportunidad vino de la mano del director George Cukor, que la contrató frente al entonces famosísimo John Barrymore en Doble sacrificio, de George Cukor, en 1932. Aquello le abrió las puertas de Hollywood, y en 1933 ganó su primer Oscar con Gloria de un día, de LoweIl Sherman. Fue también la época de Mujercitas (la primera versión), que se erigió en el mayor éxito de aquel año.
Pero su estilo pronto chocó con la férrea disciplina de los estudios. Luego llegó una ristra de fracasos comerciales, entre los que sorprendentemente se encuentra una de sus mejores comedias La fiera de mi niña, donde le cantaba una nana a un leopardo.
De los años 1935 a 1938 se ganó el apodo de "veneno de la taquilla". Estaba entre las finalistas para interpretar el papel de Escarlata O'Hara en Lo que el viento se llevó, que perdió frente a la recién llegada Vivien Leigh. Pero Hepburn no se dio por vencida. Volvió a Connecticut, con su familia, y al teatro.
Y llegó Historias de Filadefia, primero en Broadway y luego en el cine en la versión de 1940 junto con Cary Grant y James Stewart. Era el papel ideal: Tracy Lord, una aristócrata de Nueva Inglaterra, bella y pefecta, demasiado quizá para dejarse querer. Aquel año perdió un merecido Oscar frente a Joan Fontaine (por Sospecha, de Hitchcock, que también protagonizaba Cary Grant).
En 1942 hizo La mujer del año, donde por primera vez compartió cartel con Spencer Tracy. La química en el celuloide floreció y luego degeneró en una tormentosa relación, hasta la muerte del actor en 1967, unas semanas después de terminar Adivina quien viene esta noche, la última de las ocho películas que rodaron juntos. Fueron tres décadas dificiles. Spencer Tracy, alcohólico, nunca quiso divorciarse de su mujer.
Pero en la pantalla brillaban. Eran una irresistible mezcla decomplicidad y humor. Siempre peleaban. Ella metiéndole prisa y reividicando los derechos de la mujer (como en La costilla de Adán, de 1949). Él, refunfuñando. Y al final ganaba Tracy.
Personajes con carácter
Hepburn siempre se negó a comentar sus relaciones amorosas. Se refería a ellas con indirectas. "El amor no tiene nada que ver con lo que uno espera obtener, sino con lo que espera dar, que es todo", comentó hace varios años. "No todo el mundo tiene la suerte de entender lo delicioso que resulta sufrir", dijo también.
Con 44 años, en 1951, la actriz hizo uno de sus mejores largometrajes, La reina de Africa, de John Huston, junto con un irreconociblemente divertido Humphrey Bogart. A partir de entonces, Hepburn se centró en los personajes con carácter. En De repente, el último verano, (1959) de Tennessee Williams, interpretaba a una madre posesiva obsesionada por ocultar la horrible verdad sobre la muerte de su hijo. Fue una pefecta Eleonor de Aquitania en Un león en invierno, enfrentándose a Peter O'Toole en 1968, lo que valió su tercer Oscar.
A partir de los años setenta intervino esencialmente en producciones para televisión. En 1981 salió de su semiretiro para interpretar junto a Henry Fonda, que moriría poco después, En el estanque dorado. Aquello marcó prácticamente el fin de su fílmografía, salvo una breve aparición en 1994 en Un asunto de amor, un drama romántico protagonizado por Warren Beatty y Annette Bening. Hace poco, la actriz, ya mayor, confesó simplemente. "No he lamentado nada si lo disfruté cuando lo hice".
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 30 de junio de 2003