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EL CINE PIERDE A SU ACTRIZ MÁS ATÍPICA

La mujer que no se miraba al espejo

No había forma de hacer carrera con ella ni de que ella pudiera hacerla en aquel Hollywood encerrado en cuatro tópicos. Parece mentira que la época del cine americano de los treinta y cuarenta, que hoy nos parece indiscutible generadora de joyas, fuera en realidad un corral de mediocres. Leyendo informes y retahílas parece que nadie con talento se sentía a gusto allí. Buenos directores marginados, contratos millonarios a cambio de una buena noche de amor, ejecutivos sin masa encefáliea, intereses pringosos. No se avienen las cocinas de aquel mundillo con lo que hoy admiramos como la más alta cima del arte cinematográfico.

Y si hubo alguien que lo pusiera en solfa fue Katharine Hepburn. A ella no le dolían prendas.

Ambicionaba una situación de estrella, pero sin sentirse obligada a renunciar a cualquiera de las ideas que había hecho suyas. Ante todo, la de la independencia personal. Y luego, la de que su trabajo sirviera para algo más que enriquecer a los estudios. "El cine", decía, "podría ser uno de nuestros grandes medios de educación, pero al público se le induce a que no oiga ni diga ni haga nada". Cada vez que aquella delgaducha abría la boca temblaban las paredes, incluso antes. Bastaba con verla ataviada con las extravagantes ropas con las que decía sentirse cómoda. "Parece una boa en ayunas", dijo George Cukor al verla por primera vez (luego, ya se sabe, hicieron juntos nada menos que 10 películas); su ayudante fue más allá: "Ninguna mujer se atrevería a llevar semejante ropa fuera del cuarto de baño".

Nadie daba un duro por aquella indómita jovenzuela con cara de caballo hasta que algún ejecutivo pensó que podría ser considerada como una Greta Garbo americana o, lo que es lo mismo, emparentarla con algo ya asumido. Pelearon entonces con su manía de ponerse pantalones, le obligaron a usar maquillajes que detestaba, quisieron influir en su vida personal para que la prensa se sintiera a gusto. Pero ¡buena era Katharine! Acostumbrada desde su infancia a que cada cual pudiera expresarse y decidir por sí mismo, batalló contra todos. Como había hecho su propia madre, líder feminista luchadora por el control de la natalidad: "He dejado de preocuparme por la gente que se escandaliza; me preocupan los 12 millones de americanos que viven de la caridad pública". A madre e hija sólo les importaban cosas importantes. Eso, al menos, creía Cary Grant, que comentaba admirativamente: "Katharine es la única capaz de prescindir de las tonterías que añadimos a la vida", lo que, para desgracia de los productores, debía de ser cierto.

Katharine Hepburn huía de los periodistas como de la peste, negándose a repetir la imagen de muchachita virgen y casadera, tan del gusto de las revistas de cotorreo. Y no porque no tuviera nada que decir, sino precisamente por lo contrario: "Me callo la boca cuando cada átomo mío quiere hablar y expresarse. Y vaya si se expresaba: harta de no ser entendida por la productora que la había contratado en exclusiva, sacó de su bolsillo los 220.000 dólares que figuraban en alguna cláusula y les compró su libertad. "Hollywood es un pedazo de polución", dicen que dijo. Más tarde, claro, regresó por la puerta grande. "Tengo un rostro y un cuerpo angulares, y supongo que una personalidad también angular que choca a la gente".

A regañadientes o como fuera, los estudios tuvieron que aceptarla. En definitiva, el público la había aprobado. Más aún, se había sentido atraído por esa larguirucha independiente que no estaba dispuesta a doblegarse. Ni siquiera cuando empezaba su carrera. Ya en su primera película había tenido un encontronazo con el director: "Señorita Hepburn, no puede usted hacer eso". Ella le miró desafiante: "¿Y quién va a impedírmelo?". Nadie, Katharine, nadie consiguió impedírtelo.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 30 de junio de 2003