Alberto Martínez González, asturiano de 43 años, casado y padre de un hijo, era el jefe de la misión del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) en Irak y posiblemente su principal experto en la zona. Comandante de Caballería del Ejército de Tierra, entró en los servicios secretos españoles en 1992. Llevaba tres años destinado en Irak, primero en Bagdad y después en Nayaf, una de las ciudades santas chiíes, donde realizaba labores de contrainteligencia para las tropas españolas desplazadas en el centro-sur del país.
El comandante Alberto Martínez, jefe del CNI en Irak, recomendó el lugar para la base española
El comandante Martínez fue quien sugirió al Gobierno la ubicación de Diwaniya para el contingente español en vez de Nasiriya, más al sur, donde se encuentran los carabinieri italianos, y que fue la primera opción estudiada. El militar estaba especialmente orgulloso de esa recomendación suya, pues Diwaniya, pese a lo ocurrido el sábado a los siete agentes del CNI en una carretera al sur de Bagdad, parece un lugar relativamente tranquilo comparado con el resto de Irak, cada vez más peligroso e inestable.
Martínez vivía en un pequeño dormitorio de dos camastros en las instalaciones de la antigua universidad, entre las ciudades de Nayaf y Kufa, ocupado ahora por la Brigada Plus Ultra, formada en Nayaf por un pequeño contingente de mandos españoles (el principal está en Diwaniya) y soldados de El Salvador y Honduras.
Alto, fuerte, de voz potente, el militar era una gran autoridad en Irak. Vestía ropas civiles y se había dejado bigote para camuflarse en el paisaje humano de Nayaf, el principal centro religioso del chiismo. Su dominio de la lengua árabe le permitió disponer de excelentes contactos para contrarrestar cualquier amenaza contra las tropas españolas.
En los primeros meses de su destino en Irak, Alberto Martínez (al igual que José Antonio Bernal, asesinado el 9 octubre en la puerta de su domicilio de Bagdad) tuvo que pagarse de su bolsillo la contratación de Mohamed, un guarda de seguridad privado y que heredó después Luis Ignacio Zanón, el agente del CNI que le reemplazó en agosto en la capital y que también falleció en la emboscada del sábado. Sólo las protestas de este último lograron la aprobación de una partida extraordinaria de 500 dólares al mes para Zanón y Bernal y la contratación de cuatro guardas privados. Martínez, pese a los riesgos que conllevaba su misión en Nayaf, no disponía de escolta alguna. Su única arma era una pistola automática que portaba siempre bajo la camisa y que jamás dejaba fuera de su alcance, ni siquiera dentro de su habitación del cuartel de Nayaf.
Martínez era un tipo afable y obsesionado por su seguridad y la de los demás. Le preocupaba la situación de los periodistas españoles a los que trataba, recomendándoles un cambio inmediato de hotel. "Tienes que dejar el Sheraton. Está amenazado. No es un lugar seguro. Debes buscar uno más pequeño y discreto y cambiar cada semana", decía.
Sobre la resistencia iraquí afirmó: "Estamos tan encima que lo que ocurre que no somos capaces de saber lo que está sucediendo". En octubre decía que esos grupos armados disponían ya de un mando central, al menos en Bagdad, y que muchos de los atentados suicidas eran obra de extranjeros. Martínez estaba convencido de que las tropas españolas en Diwaniya, unos 1.200 soldados, corrían riesgo, como todas las tropas extranjeras, pero que en su zona de actuación no existía resistencia, aunque sí existían informes de que gente de Falulla y Ramadi, dos de las zonas del triángulo suní de mayor actividad guerrillera, habían intentado infiltrar comandos en el sur. "El mayor riesgo potencial es una guerra civil entre los chiíes".
Sobre el asesinato de su compañero Bernal, con quien regresó a Bagdad tras concluir los principales combates, estaba convencido de que los autores eran militantes chiíes. "Son seis y no tres; viven en ciudad Sadr [un barrio misérrimo de Bagdad de más de un millón de habitantes] y pertenecen al Ejército del Mahdi", la milicia del imam radical Muqtada al Sadr, cuya influencia entre los más pobres es grande y cuya verborrea contra la ocupación salpica a las tropas españolas.
Cuando estalló la guerra el 20 de marzo, Alberto Martínez regresó a España. Su misión en Irak había concluido después de más de dos años. Su nuevo destino en el CNI no parecía un premio: Bilbao. No llegó a incorporarse jamás porque fue movilizado de nuevo para regresar a Irak junto al destacamento español. El sábado, cuando sufrió una emboscada junto a siete compañeros, acababa de regresar a Irak después de dos semanas de permiso.
Su muerte, junto a seis agentes del Centro Nacional de Inteligencia, representa un durísimo golpe para su organización, pues deja a la agencia sin personal especializado en la zona, y una seria advertencia para las tropas españolas allí desplegadas, pues pierden a su principal protector. En este país, teóricamente en posguerra, nadie está seguro. Ni la zona más tranquila se halla libre de un atentado. Las muertes de los siete agentes, la de Bernal en octubre y la del capitán de navío Manuel Martín-Oar el 19 agosto, suponen el final de un sueño: Diwaniya no es un mundo aparte, inmune a la lógica de una posguerra más sangrienta que la propia guerra.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 1 de diciembre de 2003