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SAQUE DE ESQUINA | FÚTBOL | 33ª jornada de Liga

El 'caso Figo'

Por ahí viene Figo, escupiendo perdigones de mercurio. Se mueve entre las dos orillas de la fama con el paso cambiado: o camina por el filo de la banda con el gesto sombrío de un alma en pena o devuelve el peto de suplente con la mirada huidiza del lobo dominante que ha perdido su puesto en la manada.

Su entrenador lo ha enviado a la reserva después de darle durante semanas el destino soñado: nada menos que el limbo de la media punta. Con su nueva misión le concedía, de hecho, indulgencia plenaria. En el último cuarto de la cancha podía hacer su voluntad; estaba autorizado a pedir la pelota al claro o al pie, a quedársela o a devolverla, a entrar o salir por cualquier callejón y, en resumen, a jugar a su manera.

En otros tiempos, sin salir de su ceño portugués, Luis gestionaba el peligro con una sencillez abrumadora. Recibía, armaba el compás y elegía entre dos opciones: o dejaba tirado al lateral con un único golpe de riñón o, en la duda, le miraba a los ojos, se daba un pase hacia el banderín más próximo y desde allí metía un centro sesgado cuyo secreto estaba en su exacta conexión con la velocidad del despliegue; sorprendía a la defensa retrocediendo y a la delantera llegando.

Por si fuera poco, aquel muchacho que movía un inquieto flequillo mosquitero y llevaba una úlcera de estómago escrita en la cara exhibía las dos formas de tenacidad más apreciadas en el gremio de los galgos y los toros: su resistencia sólo era comparable a su persistencia.

Hace cinco años precipitaba el juego como un torbellino.

Hoy, sin embargo, su musculatura ha perdido electricidad y sus jugadas suelen tener un formato recurrente: pide la pelota con el empecinamiento de un recaudador, engancha media docena de amagos que no valen ni medio metro de ventaja; el equipo reduce la marcha y se le queda mirando; él recorta hacia el interior y repite los seis amagos ante el siguiente defensa; el equipo se inmoviliza; él vuelve a recortar y, así, con el equipo definitivamente paralizado, decide que no hay más salida para el embrollo que buscar una falta en la línea frontal. Dicho y hecho: carga la cadera, se lanza al piso y reclama. A veces consigue la falta, a veces consigue tarjeta y a veces provoca un contraataque de consecuencias imprevisibles.

Desde que su perseverancia se ha vuelto testarudez, ya no es una solución; es un problema.

Vista su evolución profesional, discutirle el pasado sería tan impropio como confiarle el futuro. A quienes le hemos admirado por lo que fue no nos gustaría recordarlo por lo que es.

Preferimos valorar al que se iba y olvidar al que se queda.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 23 de abril de 2005