En partidos como éste, donde el Madrid pasó un sofocón de espanto, se aprecia la trascendencia de Raúl, jugadorazo que no tiene la planta de Rivaldo, la velocidad de Owen, la potencia de Vieri o la pegada de Batistuta. Y qué.
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Ninguno de ellos es tan decisivo como Raúl para su equipo, ninguno ofrece tanta protección, cualidad extraña en un futbolista que todavía parece el hermano pequeño de todos, un tirillas de barrio que se convierte tarde sí, tarde también, en el jefe del Madrid, en el referente que ofrece a amparo a su gente en los malos tragos, como ocurrió frente al Alavés en un partido que vio al peor Madrid posible, rescatado del fango por el mejor Raúl. O sea, el de siempre.
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Raúl, que todavía sufre el fastidio de escuchar a algunos que le ponen en duda, salió del banco en la segunda parte, se supone que sin recuperar absolutamente de la lesión que le ha aparcado durante dos semanas. Tenía que salir porque al Madrid le iban mal las cosas. Podían irle mucho peor después de un horrible primer tiempo, manejado con autoridad y buen juego por el Alavés, que daba gusto verle. Con una excelente organización, se veían camisetas blanquiazules por todos los lados: en ataque, en defensa, en el medio campo. Siempre había más jugadores del Alavés que del Madrid. Y luego había fútbol en el equipo. La pelota iba rápida de un lado a otro, a través de unos competentes centrocampistas. Pablo ponía el criterio; Witschge y Jordi Cruyff añadían la dinámica; por la derecha, Geli era un obús que barría sin piedad el costado de Roberto Carlos, decepcionante de principio a fin. En la delantera, Ruben Navarro era un problema ambulante para los centrales.
Durante la primera parte el Alavés funcionó como un reloj frente a un Madrid desconcertado y roto. El golazo de Witschge sólo fue la consecuencia del tremendo arranque del equipo, y el principio de un largo baile que sólo tuvo un defecto: el Alavés no logró poner en el marcador la distancia sideral que sacó al Madrid. Hacía meses, quizá dos años, probablemente desde aquella hecatombe ante el Zaragoza (1-5), que no se veía a un Madrid tan sufriente. Todas las líneas fracasaron en el primer tiempo. Los jugadores andaban desorientados por el campo, con la expresión perdida, en un estado de aturdimiento que no encontró consuelo. La hinchada se desentendió de su equipo en un momento donde su contribución era más que necesaria. Era imprescindible. Pero la gente dio la espalda al Madrid y no tardó en abuchearlo. Había evidentes motivos de queja, pero también era notorio que el Madrid pedía ayuda y no la encontraba.
Sólo al final del primer tiempo se observó alguna señal positiva. Hierro comenzó a ganar balones divididos, a anticipar, a cabecear, a hacer sentir su presencia, que fue indiscutible en el segundo tiempo. Y puesto que el público no ayudaba, y el juego menos aún, sólo quedaba la heroica. Para eso, Míchel Salgado no falla. En el última minuto se lanzó a una aventura improbable que terminó de forma apoteósica: regateó a Pablo, quebró Ibon Begoña, progresó como león frente a Téllez y ya desde la línea de fondo levantó la pelota con una inesperada suavidad, ajena a la épica del jugadón. Guti empujó el balón con la cabeza y empató el partido. Esa jugada de Michel Salgado no debería borrarse de la cabeza de los madridistas si el equipo gana la Liga. Se deberá en buena parte a la tremenda incursión del lateral.
Luego se fue McManaman, llegó Raúl y el partido cambió radicalmente. El caso es que el Alavés desapareció, como si el efecto Raúl fuera tan alentador para su equipo como disuasorio para sus rivales. No volvió a rematar el Alavés en todo el segundo tiempo, dominado de principio a fin por Raúl, que envió un mensaje a todo el mundo. A Zidane, también. Con todo lo gran jugador que es, a Zidane cuesta verle sacar al equipo de los partidos turbulentos. Al menos fue sensato para comprender que Raúl es el colega ideal en los malos tiempos. A él le envió el pase de la victoria, perfectamente interpretado por el delantero, que rompió la defensa líneal con un movimiento perfecto. Después, la vaselina al portero, el gol, la celebración y el reconocimiento popular. Y nada, ni un gesto de demagogia. Raúl está ahí para ganar partidos. Los fáciles. Los difíciles. Y éste, que parecía imposible.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 24 de febrero de 2002