El valor de los minutos en el fútbol es siempre variable. Por ejemplo, a la Real Sociedad le valieron un par de ellos para malgastar 45 de sabiduría del Barcelona. Y al Barça, un instante de Overmars para intentar salvar los muebles. Hasta que llegó Karpin y les desvalijó el piso. Y se fue Motta, por protestar, y empató el Barça porque Westerveld, todo un experto, dejó su portería abierta esperando un centro y olvidando el posible disparo al palo corto. Es decir, un partido tan bello como loco en la segunda mitad, de ésos sin tregua, sin orden, movidos por el corazón y que pueden caer de cualquier lado porque tienen tantas virtudes como carencias. Ambas cosas suelen hacer grande el fútbol.
REAL SOCIEDAD 3 - BARCELONA 3
Real Sociedad: Westerveld; Rekarte, Jauregui, Schurrer, Aranzabal; Karpin, Xabi Alonso, Alkiza, De Pedro; Nihat (Lee Chun Soo, m. 84) y Kovacevic (De Paula, m. 50).
Barcelona: Víctor Valdés; Gabri, Puyol, Cocu, Van Bronckhorst; Motta, Xavi; Quaresma (Luis Enrique, m. 72), Ronaldinho, Luis García (Overmars, m. 65); y Saviola (Kluivert, m. 65).
Goles: 0-1. M. 34. Ronaldinho bota una falta y Motta cabecea cruzado desde el segundo palo.
1-1. M. 56. Jauregui cabecea un centro de De Pedro a la salida de un córner.
2-1. M. 59. De Pedro, de penalti, por agarrón de Motta a Schurrer.
2-2. M. 72. Overmars se va de Karpin y Rekarte y remata al palo largo desde el vértice del área. 3-2. M. 75. Karpin cabecea un centro de Aranzabal.
3-3. M. 80. Ronaldinho profundiza y abre a Gabri, que sorprende a Westerveld.
Árbitro: Medina Cantalejo. Expulsó a Motta (m. 73) y amonestó a Alonso, Nihat, Alkiza y Gabri.
Lleno en Anoeta: 32.000 aficionados.
El Barcelona tiene talento y la Real Sociedad fe, dos argumentos que, combinados, motivan el espectáculo tanto como desesperan a los entrenadores. El Barça es tan interesante como inmaduro. Las apuestas de juventud, como las que ha hecho últimamente su técnico, Frank Rijkaard, le hacen jugar con alegría, pero pueden conducir al desespero. Desesperación con el árbitro, que pitó un penalti en un forcejeo de Motta con Nihat en un libre indirecto, o con Quaresma y Luis García, dos chicos que acaban rematadamente mal todo lo que empiezan con inteligencia.
Antes de las dos volteretas de la Real, el Barça pudo ganar, pero arruinó sus intenciones en acciones infantiles. Y llegó el vendaval de la Real, un equipo que es la mitad que el del curso pasado, pero que mantiene intacto su coraje. Y pudo ganar por eso, por fe, por fuerza, por ganas y por esas dosis de suerte que suelen acompañar a los despliegues físicos.
Medina Cantalejo había avisado a Motta, en la primera mitad, de que nada de agarrones después de derribar a Kovacevic en un córner. Lo cumplió. A la segunda, penalti. No sólo fue gol para la Real, sino que Motta, que había liderado al Barça, volvió a su peor versión, ésa que le conduce con asiduidad al vestuario antes de tiempo.
La Real, de salida, tenía pinta de enferma. Nada grave, nada incurable, pero mala pinta. La sala de máquinas no funciona. Por alguna razón, Xabi Alonso no encuentra ni el lugar en el campo, ni el toque con el balón, ni el sentido del juego. Sólo le queda la llegada, más por ímpetu que por colocación, para decir que ha estado en el equipo. Por lo demás, pasa inadvertido. Y, claro, lo paga Nihat, el jugador que mejor aprovechaba las inversiones futbolísticas de Alonso en los balones en profundidad. Y lo paga el equipo entero, por más que ayer Alkiza se multiplicara en la tarea de robar y distribuir balones. Pero el suyo es un juego de tranco corto, de oxigenación más que de intención, y entonces todo tiende a lo previsible.
El Barça tenía buena cara. Desde que se la lavó Rijkaard, dando entrada a la gente joven, ha aliviado las ojeras y, por momentos, se intuye un culto al balón que retrotrae a tiempos gloriosos, aquéllos en los que el balón era el vellocino de oro que había que mimar y nunca maltratar, aquéllos en los que la cautela y la tranquilidad en el juego no eran más que el aviso de la tempestad en el área.
Bien es verdad que allí, en la zona caliente, tiene pinta de equipo mediano, de ésos sin matadores que destripen la hierba, pero con esa idea se plantó el Barça en Anoeta: cuidar el balón, hacerlo rodar, repartirlo entre todos y confiar en que las ratonerías de Saviola o la inteligencia de Ronaldinho hicieran finalmente el resto.
A la Real le concedió el Barça dos minutos, aunque estuvo a punto de pagarlo caro cuando Kovacevic encaró a Victor Valdés y disparó contra su cuerpo sin que luego Xabi Alonso supiera aprovechar el rechace. Fue su minuto de gloria. El resto, en ese periodo, fue sólo trabajo. Concedida esa gracia -quizás, porque Cocu y Motta aún no habían ajustado su doble posición como central y medio centro que se repartían según quien atacara-, el Barça cosió el balón a su bota y no lo soltó en toda la primera mitad.
El asunto es que tenía un faro. Motta, conocido por su sangre caliente, sacó su versión más fría, ésa que le permite jugar andando, con la puntera de su pie izquierdo y la cabeza siempre alta. Motta paró a la Real, la enfrío, la robó el balón. No contento con eso, marcó el gol de cabeza al más puro estilo de los centrales cabeceadores. Tan protagonista se sintió que acabó en el vestuario queriendo acapararlo todo, lo bueno y lo malo.
Pero no pudo porque el partido superó a los protagonistas. La Real cambio de velocidad, su último argumento, y chirrió el Barça, más dispuesto al trote cansino de sus medios centro y sobrepasado por la rapidez del equipo donostiarra. Jáuregui desnudó a la defensa azulgrana, poco ducha en el juego aéreo, y empató. De Pedro marcó de penalti y parecía que el Barça arrojaba la toalla.
Rijkaard fue dando entrada a las vacas sagradas del vestuario y Overmars no le defraudó. A la primera, desenfundo y revivió al mejor extremo que fue en su tiempo con un gol de antología. A punto estaba el Barça de introducir a Luis Enrique para encarar la recta final cuando Karpin volvió a desnudar a su defensa con otro cabezazo precioso. Con diez en el campo, otra vez el Barça se dirigía al infierno. Pero apareció Westerveld y cometió un fallo infantil que posibilitó las talbas de Gabri.
Todo era una locura, un asunto del corazón, que podía desnivelarse en cualquier momento. Incluso en la última jugada, cuando De Paula cabeceó junto al poste un segundo antes de que el árbitro pitara el final.
Pocas claves para desentrañar. Todo fue una cuestión de carácter y quedó en tablas porque ni uno ni otro son aún lo que quisieran ser. Pero a ratos tienen buena pinta y construyen partidos como el de ayer: frenéticos, desmadrados, abusivos... Bellos. De los de antes.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 3 de noviembre de 2003