Con gritos de "¡la Alah Illa Allah!" ("¡no hay más dios que Dios!"), los hombres se sobreponen a su dolor y, todos a una, colocan el cadáver sobre un féretro de tablas. Les cuesta mantener unidos al cuerpo los miembros desgajados por la explosión. Dos enfermeras lloran en una esquina. En la morgue del hospital ya sólo quedan dos cadáveres más, casi irreconocibles. Han llegado a ser 35 cuando, pasadas las seis y media de la tarde, el cielo se ha abierto y ha dejado caer un misil estadounidense. Varios vecinos increpan a los periodistas: "¿Qué hace Bush? ¿Dónde está su humanidad?".
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Contra lo que es habitual en este tipo de visitas, nadie corea, entrada ya la noche, las manidas consignas de apoyo al régimen. No hubo tiempo de prepararlas. El dolor y la indignación por los 52 muertos y cerca de un centenar de heridos que Estados Unidos acaba de provocar son genuinos. Entre los vecinos de Shoala, un modesto barrio shií de la periferia de Bagdad, donde se registró la mayoría de las víctimas, se percibe la tensión. Los hombres lloran sin lágrimas.
La mayor matanza de civiles desde el inicio de la guerra culmina el día de bombardeos más intensos sobre Bagdad. Hay al menos otros 11 muertos, y la capital iraquí se ha quedado sin teléfono. De madrugada, siguen cayendo las bombas en el centro de la ciudad, que se prepara para una lucha calle por calle en cuestión de días.
El barrio de Shoala ha pasado la noche velando a sus muertos. Esta mañana, según la tradición islámica, les darán sepultura. Pero la tierra no apagará su dolor. "¡Sólo era un mercado, no había militares!", repiten una y otra vez, ya por la noche, los vecinos a los periodistas. Cuatro horas antes, un misil había caído sobre un mercado de frutas y verduras, y había matado a 52 personas y herido a cerca de un centenar. "Ocho de los muertos son mujeres y dieciséis son niños", asegura Nayim Abdalá, secretario del director del hospital Al Nur.
Abdalá se encontraba en su oficina cuando oyó el estallido. Eran poco más de las seis y media de la tarde y estaba a punto de irse a casa. De inmediato, el personal del centro se dirigió al mercado, apenas 500 metros más allá. "Había restos humanos y sangre por todas partes", recuerda aún impresionado. "Mientras médicos y enfermeras empezaban a atender a los heridos, me dediqué a parar coches para que nos ayudaran a traerlos hasta aquí". El lugar del suceso, al que las autoridades no permitieron acceder anoche, es, según este hombre, una zona de edificios de uno o dos pisos en cuya planta baja hay pequeñas tiendas.
"En este centro hemos recibido 35 mártires y 47 heridos", explica el doctor Naqi Razuqi, director del hospital. Cuando a las 22.00 llegaron los periodistas, sólo quedaban ingresados 25 heridos, los menos graves. Los 22 restantes se habían derivado hacia centros especializados en traumatología o cirugía reparadora. El resto, casi un centenar, fueron trasladados a los hospitales de Al Karg, Ciudad Sadam o Al Shahid Adnán. Estos centros han extendido otros 17 certificados de defunción. "Muchos heridos leves, con cortes o rozaduras, no quisieron ser tratados para atender a sus familiares heridos", precisa Razuqi.
Husein Menali había bajado a comprar unas verduras para la cena. Eran las seis y media de la tarde y aún había luz. "Oí el misil antes de que explotase", asegura su hijo Ghanan, que no se despega de la cabecera de su cama del hospital. El joven no se lo pensó dos veces. Salió de inmediato a buscar a su padre. "La gente estaba tirada por el suelo, sangrando y lamentándose", recuerda con los ojos rojos de haber llorado. Él mismo le trajo al centro médico. Menali, de 59 años, tiene metralla incrustada por todo el cuerpo, y aunque los calmantes le mantienen consciente, carece de fuerza para hablar.
Mahmud Nahma se hallaba en su casa cuando cayó el misil. El joven contaba con la posibilidad de ser herido en esta guerra, pero en combate. Es soldado y estaba destinado en las proximidades de Tikrit, la ciudad natal del presidente Sadam Husein. "Había venido de permiso a pasar el fin de semana", explica su hermano, "y miren lo que le ha pasado". Mahmud yace con el cuerpo lleno de metralla.
"La mayoría de los heridos sufren heridas abdominales causadas por trozos de metralla", declara el director del hospital, para quien "el misil enemigo golpeó intencionadamente una zona concurrida". Es el caso de Amal Jubair, una muchacha de 20 años a la que no le sale la voz. Su padre habla por ella. "Yo estaba fuera de casa cuando se produjo la explosión, pero ella me contó que se encontraba cerca de la puerta", explica el hombre con entereza. Su hijo Alí se halla ingresado dos habitaciones más allá. El señor Jubair, ya jubilado, se reparte entre una y otra prodigando atenciones a sus hijos.
La familia Yaafar ha tenido menos suerte. Tres de sus cinco hijos están muertos. Mientras los padres velan sus cadáveres en casa, otros familiares se ocupan de los pequeños Sayah y Saleh, que permanecen ingresados.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 29 de marzo de 2003